¿Son graciosos los activistas de “Just Stop Oil”, dedicados a arrojar puré de papas, sopa y salsa de tomate a las pinturas de grandes maestros de la pintura universal, como Goya, Van Gogh y Vermeer? Algunos lo creen así. Al fin y al cabo, no han causado mayor daño y tienen una genuina preocupación por el futuro del planeta, amenazado por el cambio climático. “La vida antes que el arte”, explicó un manifestante.
No, no son divertidos. Tampoco tienen razón. Al más puro estilo de “el fin justifica los medios” —que tantas tragedias ha causado—, estos activistas ponen en riesgo una herencia cultural que no es de ellos, ni de las generaciones actuales. Es el legado de creadores que, con genialidad y esfuerzo infinito, plasmaron los amarillos radiantes de “Los girasoles” o la mirada delicada y esquiva de “La joven de la perla”. Pinturas que han aportado belleza a las vidas de las personas y que no son bienes instrumentales.
El activismo suele caer en un estado de perturbación que le impide ver la sociedad en su conjunto, sino solo la justicia de su causa. Lo vivimos en Chile en los últimos años. Estudiantes y académicos defendieron la “motivación superior” de los destructores de la urbe o callaron ante los ataques al espacio público. Lugares que, precisamente, pueden aportar un momento de solaz y calma para quienes viven cansadoras jornadas en la ciudad. Qué distinta es una pausa en una plaza rayada, sucia y con los bancos destrozados, que sentarse en un lugar donde el agua cae en una pileta o asoma un rosal desde la tierra.
La belleza en la ciudad consuela y ayuda —aunque sea un poco— a tener una mejor vida. Me imagino que por eso el Presidente Boric decidió vivir en el barrio Yungay (igual maltrecho por estos días), con sus casas de fachada continua, su antigua plaza —con una escultura de Virginio Arias, el autor de la estatua de Baquedano—, museos y bibliotecas.
Una ciudad sucia, peligrosa y pintarrajeada no saca lo mejor de las personas. Santiago duele y también muchos espacios públicos del norte y sur del país, menos visibles y con pocos recursos. Por eso es valiosa la carta aparecida en estas páginas, firmada por un grupo transversal de senadores que insta al Ejecutivo a avanzar en un cuerpo legal, postergado por décadas, que le aporte a Chile una legislación patrimonial moderna y robusta.
La ley debiera ir acompañada por un nuevo enfoque de parte de las autoridades, que explicite que no es inocuo o indiferente atacar un semáforo, un árbol, un monumento público o una biblioteca. De nada sirve que la alcaldesa de Santiago pida ahora decenas de retenes móviles para plazas y parques si no hay un cambio de actitud.
“Quitad de los corazones el amor por lo bello y habréis quitado el encanto a la vida”, escribió Rousseau. Sería hermoso que de las cenizas del estallido surgiera, junto a otras iniciativas, una legislación y un espíritu que protejan las bellezas antiguas y nuevas de las ciudades chilenas, por sencillas que sean. No existe una disyuntiva entre la vida y la belleza, son parte de lo mismo.