Se lo ha dado por muerto. A pesar de los esfuerzos para evitarlo, sus espacios e instituciones muestran inocultables signos de decadencia, como las huellas de un pasado que nunca volvería a florecer. Algunos se alegraban de ello, pues consideraban que él había sido mezquino, articulado en torno a los intereses y estilos de vida de las clases medias y altas, a costa de la marginación de las grandes mayorías, condenadas a la periferia. Otros lo recordaban como una época gloriosa en la que prevalecía un sentido del progreso basado en el orden y el respeto. Como fuera, todos los que podían huían del centro como si hubiera estallado la peste. Los que permanecían, como siempre sucede en épocas de ocaso, se fraccionaban y se peleaban entre sí, guiados más por la nostalgia que por un proyecto de futuro.
Súbitamente, sin embargo, el centro ha vuelto a ponerse de moda. El mismo espacio que hasta ayer era abandonado hoy vuelve a poblarse con una inmigración proveniente de todas las latitudes. Sus virtudes, como la integración, la parsimonia, la uniformidad, la parquedad, vuelven a ser reivindicadas frente a la polarización, la impaciencia, la originalidad y la exuberancia. No hay día en que no se forme un nuevo grupo, reuniendo a veces a viejos adversarios, para abordar la reconquista del centro y hacer de este nuevamente el núcleo del poder en Chile. El centro, en suma, está ante un sorprendente renacimiento.
Lo que pasa con el centro político, sin embargo, es muy diferente a lo que sucede con el centro de Santiago. Este ha sido paulatinamente abandonado por los grupos de poder, y no hay signos de que la sangría se detenga. Se han quedado, en buena hora, las instituciones del Estado y las sedes de algunos grandes bancos, lo que ha evitado un deterioro más agudo. Pero las empresas, los abogados, las notarías, las auditoras, los centros de estudio, hasta el comercio, todos huyen al sector oriente. Cunde la imagen de un espacio tomado por bandas de vendedores y delincuentes, donde los chilenos se sienten extranjeros, donde los desmanes y la violencia son pan de cada día. Los santiaguinos que viven y trabajan en el barrio alto casi no acuden al centro, o si lo hacen no es para quedarse, sino para hacer un trámite y arrancar lo más rápidamente posible.
Me ha tocado en las últimas semanas ir varias veces y quedarme por un largo rato. Sin necesidad de pasaporte uno entra a otro mundo; un Chile mestizo, híbrido. Los colores, lenguajes, olores, comidas, cuerpos, vestimentas y actitudes son próximos a esa Latinoamérica de la que creíamos habernos despedido. Se ven más turistas extranjeros que visitantes del barrio alto. Hay muchos locales comerciales cerrados, en venta o en arriendo, pero los que subsisten están repletos. Las galerías no han perdido su vitalidad. Se encuentra todo tipo de comida, se vende todo tipo de chucherías. Están invadidas por la cultura de la reparación, la cual seguramente no está inspirada por los principios de la sustentabilidad, sino de la escasez, pero coinciden. Todo tiene arreglo en el centro: teléfonos, anteojos, línea blanca, computadores, zapatos, ropa; todo segmentado por zonas, con una competencia amistosa pero sin cuartel, cuerpo a cuerpo, directamente a través del voceo en la calle. Todo bulle, como en un bazar de Estambul.
Es digno de aplauso el esfuerzo en curso por repoblar el centro político, por dotarlo de nueva vida e influencia. Pero él no tendrá soporte sociológico sin la recuperación, no por la autoridad, sino por sus propios habitantes, de la centralidad del centro de Santiago. Aquí está la encarnación y el vivero de los valores que él debiera representar: el mestizaje, la integración, la reparación. Sin un renacimiento del centro físico no habrá renacimiento del centro político.