A pocos meses de jurar como Presidente de Venezuela, Hugo Chávez hizo aprobar una pétrea “Constitución Bolivariana”, con 350 artículos. Esta garantizó su permanencia vitalicia en el poder y hoy blinda a Nicolás Maduro, su sucesor designado.
En 2008, emulando a Chávez, el Presidente ecuatoriano, Rafael Correa, instaló una Constitución también pétrea, con 444 artículos que celebran la Pachamama, en el marco de un “Estado plurinacional”. Un año después, Evo Morales levantó un tercer hito similar: la Constitución del “Estado Plurinacional de Bolivia”, con 411 artículos, dos de los cuales deslegitiman el tratado de límites con Chile.
Aquello está lejos de la emblemática “casa común” que, en los Estados democráticos de Derecho, define la certeza jurídica interna, garantiza la paz internacional y facilita la alternancia política. Más bien son fortalezas en modo normativo, que privilegian los derechos ciudadanos según identidades internas, dan formato sinóptico a un proyecto político singular y reducen el espacio político de los opositores.
La experiencia ya ha demostrado que, como los experimentos que son, esos textos no contribuyen al bienestar de los pueblos. En Venezuela, la violencia hoy es demográfica y expansiva: más de siete millones de habitantes buscan otro país para vivir y pocos aceptan que Maduro sea un Presidente democrático a su manera.
En Ecuador, Correa, tras dos reelecciones, hoy está en el exilio, condenado por la justicia y rechazado por las organizaciones indígenas y los estallidos siguen.
En Bolivia, Morales debió exiliarse tras pretender —con eco en la OEA— que su reelección indefinida era un “derecho humano”. Como compensación, hoy busca ser líder máximo de una América Latina plurinacional, interfiriendo en la política de los países vecinos… como consta a los diplomáticos del Perú.
En ese contexto, el rechazo en Chile de un cuarto proyecto-fortaleza ha sido una muestra de sabiduría popular e instinto democrático. Como contrapunto, fue una gran decepción para los expertos extranjeros aficionados a experimentar en país ajeno y para los intelectuales chilenos “buenistas” —pero desinformados—, que ignoraban los precedentes mencionados y las tesis que los sustentaban.
Dado que la Constitución de Morales fue el modelo preferente de la propuesta rechazada, cabe agregar la opinión de un boliviano altamente calificado: el jurista Eduardo Rodríguez Veltzé, expresidente de Bolivia y expresidente de la Corte Suprema. En columna para la revista universitaria “Realidad y Perspectivas”, de abril, escribió que el concepto de democracia se torna complejo “cuando, por la propia Constitución, ‘el pueblo' consiste en una pluralidad de pueblos, naciones precoloniales y pueblos indígenas con diferentes derechos dentro de un mismo Estado constituido”.
Tal vez enterado de estos fenómenos, el experimentado Lula, electo Presidente de un Brasil duramente polarizado, no ha manifestado entusiasmo por una Constitución que le permita dividir para reinar. En su primer discurso dijo que “somos un único país, un único pueblo y una gran nación”. Nada que ver con la plurinacionalidad, en el país más incidente de la región.
En definitiva, el rechazo chileno ha demostrado que las constituciones democráticas no equivalen a una casa equipada al gusto de una, entre muchas familias. Más bien son —deben ser— un “piso común”, sencillo y lo bastante flexible, para que ciudadanos diversos de una nación puedan ejercer la libre búsqueda de su felicidad.
José Rodríguez Elizondo