Estos días en que hemos rezado por nuestros difuntos y celebrado a los santos del Cielo, no nos cansamos de agradecer a Dios por su revelación.
El hombre más primitivo -precristiano- tenía una intuición de que "algo" había después de la muerte y, en parte, por eso enterraba a sus deudos con comida, armas, etc. La revelación judeocristiana nos trajo la certeza y la verdad sobre este misterio.
Para muchos, "el hoy" es vivir permanentemente conectado con las redes impidiendo poder hacernos preguntas humanas: ¿para dónde voy con mi vida? Así, "la cabeza de los brutos, inclinada hacia el suelo, mira a la tierra, pero la cabeza del hombre está levantada hacia el cielo y sus ojos ven las cosas de arriba" (San Basilio, homil. 9, in Hexameron). Si no levantamos la mirada, negamos lo más valioso del hombre y seremos infelices.
Pero cuando se muere un familiar o un amigo, y tenemos que visitarlo en el velatorio, la muerte interrumpe nuestro trabajo y nos da la oportunidad única para reflexionar y levantar la mirada: ¿soy feliz?, ¿tiene sentido mi vida? Y cuando les hablamos a los deudos nos escuchamos, y quizás nos vemos repitiendo unas palabras que no entendemos, que no creemos o que no son sinceras... Experimentamos nuestra ignorancia: ¿qué le digo a esa persona y... a mí mismo?
Por la fe en Jesús, un cristiano sabe con certeza que aquí estamos de paso, que la muerte no tiene la última palabra y que la verdadera vida viene después. "Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús" (Catecismo, 997). Como dice el evangelio de hoy, la resurrección descansa en la fe en Dios, que "no es Dios de muertos, sino de vivos" (Lucas 20, 38).
Si nos preguntamos ¿quién resucitará?, la respuesta es todos los hombres que han muerto. Como nos dice san Juan, resucitar no es sinónimo de salvación, porque "los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación" (Juan 5, 29).
Padre, no nos empiece a asustar con que algo malo nos puede pasar. Pero ¿te imaginas que un papá no le diga a su hijo que el río es peligroso en ese lugar, que en esa playa se han ahogado muchas personas, que no manipule el enchufe eléctrico, que me quemaré si toco con la mano la estufa encendida, etc.? Ningún padre quiere eso... y por eso lo advierte.
Cuando uno tiene clara la meta y a lo que está llamado -ser otro Cristo- y además es consciente de que puede fracasar, acude a los medios necesarios -los sacramentos- con una "determinada determinación" (santa Teresa de Jesús) de fe: "Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la esperanza de que Dios mismo nos resucitará. Tú, en cambio, no resucitarás para la vida" (2 Macabeos 7, 14).
Padre, ¿para qué nos habla del infierno si Jesús nunca lo mencionó? Aparte de que lo mencionó 27 veces, es cierto que aquí en la tierra Él nunca juzgó -pudiendo hacerlo- y que nos enseñó con su vida que el amor, la caridad y el perdón son lo primero. Pero también nos habló de misericordia, cualidad divina que existe si hay una pena que pagar o perdonar.
Sabemos que el fin es lo último en la ejecución, pero es lo primero en la intención. ¡Cuánto ayuda conocer y tener una gran fe en las postrimerías!, porque diariamente nos ayudan a tomar acertadas decisiones. Ahí, mi libertad encuentra alas y se hace fuerte en sus convicciones: "Mis pies estuvieron firmes en tus caminos, y no vacilaron mis pasos. Yo te invoco porque tú me respondes" (Salmo 16, 5).
"Y que los muertos resucitan, lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: 'Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob'. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos".(Lc. 20, 37-38)