“Athena” es, a primera impresión, una cinta audaz, jugada, realista, rabiosamente contemporánea, de un impresionante despliegue visual. Entre la mediocridad que suele estrenarse en Netflix debiera verse como una película especial. Francesa, dirigida por Romain Gavras, cuenta algunas pocas horas de una revuelta social en un complejo de departamentos del extramuros de París, que estalla a raíz de la muerte de Idir, de solo trece años, aparentemente golpeado por un grupo de policías xenófobos. La cinta abre cuando Abdel (Dali Benssalah), uno de los hermanos de Idir, da una conferencia de prensa con el fin de calmar los ánimos, luego de, aparentemente, conseguir el compromiso de la policía de dar con los culpables. La conferencia, sin embargo, es interrumpida violentamente por un grupo se protestantes, liderados por Karim (Sami Slimane), otro de hermano de Idir, que no quiere dar tregua a la rabia ni al combate. Todo esto se relata en un solo plano continuo, sin cortes aparentes, como muchos de los que se ven a lo largo de la cinta, con movimientos de cámara, cosas y personas de una complejidad sobrenatural, que involucran, entre mucho, un auto atravesando una comisaría, forcejeos de todo orden, disparos, explosiones y la huida de Karim y su gente arriba de un vehículo de la policía, con una caja de fuerte a cuestas, mientras son escoltados por motociclistas que celebran corriendo en una rueda. Los planos continuos de esta complejidad tienen una larga tradición en el cine que pasa, al menos, por Murnau, Keaton, Hawks, Hitchcock y Scorsese, pero que recientemente ha sido llevada a niveles elaboradísimos por Alfonso Cuarón –“Hijos del hombre” (2006) y “Gravity” (2013)– y su compatriota Alejandro G. Iñárritu –“Birdman” (2014) y “The Revenant” (2015)–, en buena parte gracias al oficio del fotógrafo Emmanuel Lubezki. Incluso considerando estos antecedentes, lo que hace Gavras en “Athena” resulta posiblemente nunca visto en términos de complejidad, despliegue visual y espectacularidad. La cinta usa este tipo de planos para crear una atmósfera frenética, intensa y sometida a pasiones, donde la razón tiene poco y nada que hacer. La locura que termina por tomarse a los personajes antes se toma las imágenes.
Al poco andar, sin embargo, la cinta muestra que no camina muy lejos. La furia es prácticamente la única emoción que domina el paisaje. La violencia se torna extenuante. Las tensiones entre los hermanos son pobremente trabajadas, las mujeres brillan por su ausencia y los temas de raza, inmigración y discriminación, que se supone que están en el corazón del conflicto, terminar por importar muy poco. Adbel y otro personaje muestran muy poca consistencia y el supuesto realismo propuesto por la propia cinta termina deviniendo en un melodrama extremo y demente. Quizá el director quiso poner su cinta en un plano de tragedia griega –de ahí la referencia a la diosa de la guerra del título–, pero eso es apuntar demasiado lejos sin tener, ni de cerca, los recursos para hacerlo. Por lo pronto, no hay problemas morales en la trama. O los podría haber, pero la cinta no les da ni treinta segundos.
En fin.
“Athena” parece otra manifestación de lo perdido que está buena parte del cine contemporáneo. Su foco en la espectacularidad no es de una vertiente tan distinta de la que mueve al cine de Marvel. Su concentración furiosa en una emoción que extiende hasta el cansancio no es tan distinta de la que reina en el cine de festival. Su esfuerzo por epatar revela que no le molestaría ganar algunos premios de vanguardia. Su limitada mirada sobre lo que constituye una persona alumbra poco y nada de lo que estamos hechos los seres humanos. No hace tanto tiempo atrás, con herramientas mucho más modestas, bajo los rigores y fórmulas del género cinematográfico, el cine podía acertar con más profundidad y calor humano.