Quizás lo que más nos defina como humanos sea el lenguaje. Esa creación que nos ha permitido comunicarnos a lo largo de la historia mediante signos que se unen y trenzan en palabras para dotar de sentido lo que vivenciamos y lo que nos rodea. Vivimos y morimos en el lenguaje, y su máxima expresión vendría a ser el acto poético, la poiesis, ese momento creativo en que brota una idea que tiene o no la potencia de materializarse. De este proceso ha nacido la poesía, el arte y la música, siendo esta última el acto creativo que entrelaza sentimientos, pensamientos mediante rimas y repeticiones que permiten recordarlas bajo el alero de una melodía articulada en métricas minuciosamente estructuradas gracias al talento de poetas y músicos.
Pero no todo sonido es música, aunque revista un envase que la imite. Me refiero al reguetón, que no proviene de un acto creativo, sino de la repetición de consignas que promueven la hipersexualización, la violencia y la narcocultura.
El mismo Pablo Milanés, compositor cubano, lo ha señalado: “El reguetón no tiene antecedentes porque no es música, no tiene antecedentes porque no es ritmo, no tiene antecedentes porque mucho menos es texto”. Y añadiría que es el medio de propaganda del narcotráfico que sin balas, pero con sus códigos, envuelve a sus cándidos seguidores.
Chile es el país que más escucha este sonido en toda Latinoamérica y no dejan de ser sorprendentes dos contradicciones. Una en relación con la objetivación de la mujer, y la segunda tiene que ver con el genuino afán de revelar y validar la pluriculturalidad en nuestro país.
Me sorprende que el movimiento feminista no reaccione frente a la estética reguetonera que objetiva el cuerpo femenino no solo desde el lenguaje, sino desde la vestimenta. La estética narco promovida a través del reguetón permea la forma de vestir, sin que quienes adoptan esta estética se den cuenta de que están justamente siendo utilizados y validando tácitamente la violencia interpersonal y la hipersexualización. Basta escuchar un par de temas para darse cuenta.
Lo segundo que me sorprende es que en Chile llevamos casi tres años intentando articular un relato donde se les dé presencia a las culturas preexistentes a la llegada del mundo europeo, y sin embargo el reguetón irrumpe como un verdadero tsunami auditivo que permea cualquier reunión o fiesta desde el distrito 11 hasta Alto Hospicio. ¿De qué pluriculturalidad hablamos cuando este sonido hegemoniza la diversión de los chilenos?
Hay resistencias de una generación a otra en relación con la música, pero estas observaciones no son etarias, ya que muchos adolescentes en silencio no toleran este ruido. Se trata de preguntarnos como sociedad si este tipo de sonidos aportan a la validación de la dignidad de la mujer y si están detrás de la identidad que intentamos construir como nación. Hay una disonancia estética entre lo que promueve el reguetón, que nació en Puerto Rico hace 20 años, y el genuino interés en respetar y promover la identidad pluricultural en nuestro país.
Coexistimos en un mundo global, pero no se puede perder de vista lo que significa adoptar una forma de expresión vacía que no tiene texto, como dice Milanés, y que solo contribuye a mantener en una suerte de piloto automático dopado la única capacidad que nos distingue de los animales: pensar.
Loreto Buttazzoni