En total, no debe ser más de un minuto de música: una arrebatada frase de piano escrita en clave de romanza y puesta al comienzo de los créditos de “E.T.”, justo antes que la orquesta ataque con todo, por última vez. La película acaba de finalizar y, sin embargo, la melodía de John Williams parece ir en dirección contraria, como si la película se rehusara a terminar, a permitir que el adocenado barrio de casas donde transcurrió la cinta vuelva a la inevitable normalidad, dándole al espectador la chance de permanecer unos instantes más en ese mundo, sentir que en adelante el relato ya no se proyectará frente a sus ojos, sino en su interior, quizás por largo tiempo.
Esa es la persistente sensación que transmiten las películas que el joven Steven Spielberg estrenó a fines de los años 70 y principios de los 80; ejemplos fascinantes del cine entendido como crisol narrativo, pero también como refugio del exterior, de lo real. Si se atiende a sus confesiones autobiográficas —sobre todo ahora, próximos como estamos al debut de “The Fabelmans”, rodada a partir de sus memorias de infancia y adolescencia—, el cineasta tenía sobrados motivos para querer fugarse al interior de sus historias, pero lo interesante es que ese impulso acabó por impactar de modo incalculable a buena parte de su audiencia, sobre todo a los que fuimos creciendo bajo su alero. Aún conservo esa lluviosa tarde de vacaciones de invierno cuando me topé, a los seis años, con “Encuentros cercanos” en el hoy extinto cine Windsor (el mismo donde unas pocas semanas antes había visto “Star Wars”) y me debe haber costado cerca de un semestre recuperarme de mi obsesión con “Cazadores del arca perdida”, contraída en el verano del 82. No era algo que fuera a curarse a punta de sucesivas repeticiones. Podías volver a ver la película, pero no era lo mismo; para ese entonces, los efectos sobre ti eran irreversibles. El portador de esa ilusión, de ese virus, ya no era la cinta: eras tú mismo. Tu imaginación.
El propio Spielberg parece consciente de las bondades y los peligros de esos mundos cerrados, construidos con tanta pasión como cariño: salvo por la redundante “edición especial” de “Close Encounters”, perpetrada allá por 1980, y el atroz juego de Atari de “E.T.” (uno de los peores de todos los tiempos), no volvió a caer en la trampa de marquetear en exceso sus películas de extraterrestres, optando por dejar que su fuego interno fuera apagándose lentamente con las décadas, sin secuelas ni reboots de por medio, esquivando así un mercado que no vacilaría un minuto en volver a exprimirlas con tal de sacarles un poco más de jugo. El resultado de esta política es curioso, ya que en vez ir “agrandándose a la fuerza” como sucede con tanto filme que intenta posar como clásico, ambas películas se han ido despojando de esa aura espectacular que alguna vez las rodeó para abrazar lo que siempre fueron en su médula: fábulas acerca de la mecánica familiar, esa que construye momentos tan fugaces como eternos mientras se comparte un techo, se va al colegio o se flojea en el fin de semana, y que en estas cintas aparece observada como a través de un vidrio trizado, tan anhelada como inalcanzable. Los visitantes del espacio eventualmente llegarán para cuestionarla o reforzarla, para sacarte de ahí en la nave madre o para dejarte en medio de los tuyos, pero en ambos casos se trata de cuentos cuya ganancia y pérdida solo adquiere real sentido cuando se predica en términos de pasado, acunados a la sombra de los años.
E.T., THE EXTRATERRESTRIAL
Dirección de Steven Spielberg
Con Henry Thomas y Drew Barrymore.
Estados Unidos, 1982, 115 min.
En salas, a partir del 3 de noviembre.
DRAMA