Lo mejor del año, en la banca y entre los directores técnicos, es un chileno típico, oriundo de un balneario tan popular como Cartagena y un entrenador que no cabía dentro de la polera, la camisa o lo que fuera, porque andaba por los 130 kilos y vivía de parrillada en parrillada, tanto las especiales como las de interiores, así que adelante con las chuletas y el lomo, pero métale ubre, prieta y chunchul. ¿Papitas? Unas tres. ¿Pebre? Lógico. Y no se lleve el pancito.
A Jaime García, el técnico de Ñublense, el apéndice, la presión y los interiores, justamente, le pasaron la cuenta. A crédito y a plazos, para su suerte. Después de una operación de apendicitis aguda, quedó en manos de lo más temido de un hombre bueno para el diente, y así fue que los nutricionistas lo metieron en vereda y gracias al pollo cocido, yogur natural, frutas de la estación y verduras al horno, García, semana a semana, fue adelgazando con persistencia y notoriedad, mientras su equipo ascendía en la tabla y no se despegaba de los primeros lugares. Esto sucede a finales de 2022.
Al término de 2020, Ñublense luchaba por el título en Primera B y un ascenso que finalmente logró, mientras García era internado en el Hospital Clínico Herminda Martín, llamado así en honor a esa señora generosa y filántropa que donó los terrenos donde se levantó el recinto hospitalario en la ciudad de Chillán, que por cierto cuenta con UCI, porque ahí fue a parar el atribulado García, no como director técnico, sino como paciente en estado grave, atrapado por el covid-19, pulmones comprometidos, conectado a ventilador mecánico y con un pensamiento fatal: “Pensé que me moría”.
Jaime García no solo no se murió, sino que hasta podría imaginar un verano 2023 sin polera, porque ahora luce flaco, tostado y triunfador, al menos por ahora, porque un entrenador así como sube a los cielos de dos en dos, desciende a los infiernos de un porrazo. En cosa de meses. Así que García, por lo tanto, no cree en los cuentos. A lo mejor los lee, pero no los cuenta.
Hace dos años yacía en cama, a medio morir saltando y estaba por convertirse en animita. Milagrosa, probablemente.
En nuestro clima futbolístico se sobredimensiona a los técnicos extranjeros y las sociedades anónimas los prefieren, sin duda, quizás por el precio o a lo mejor por dóciles y funcionales. Eso explica el eterno retorno del charlatán argentino y el embaucador uruguayo, porque los echan y contratan una y otra vez, y así van de club en club.
Jaime García brilla por lo contrario: un chileno de provincia que se mantiene en un club de provincia; un entrenador que esconde la guata, saca pecho y muestra sus credenciales, las de alguien que sabe el destino que tuvo y conoce el destino que le espera: sacarse la mugre, salir adelante y tratar de ser feliz, con todos y pese a todo.
Jaime García, lo mejor del año.
Lo mejor del año, en la banca y entre los directores técnicos, es un chileno típico, oriundo de un balneario tan popular como Cartagena y un entrenador que no cabía dentro de la polera, la camisa o lo que fuera, porque andaba por los 130 kilos y vivía de parrillada en parrillada, tanto las especiales como las de interiores, así que adelante con las chuletas y el lomo, pero métale ubre, prieta y chunchul. ¿Papitas? Unas tres. ¿Pebre? Lógico. Y no se lleve el pancito.
A Jaime García, el técnico de Ñublense, el apéndice, la presión y los interiores, justamente, le pasaron la cuenta. A crédito y a plazos, para su suerte. Después de una operación de apendicitis aguda, quedó en manos de lo más temido de un hombre bueno para el diente, y así fue que los nutricionistas lo metieron en vereda y gracias al pollo cocido, yogur natural, frutas de la estación y verduras al horno, García, semana a semana, fue adelgazando con persistencia y notoriedad, mientras su equipo ascendía en la tabla y no se despegaba de los primeros lugares. Esto sucede a finales de 2022.
Al término de 2020, Ñublense luchaba por el título en Primera B y un ascenso que finalmente logró, mientras García era internado en el Hospital Clínico Herminda Martín, llamado así en honor a esa señora generosa y filántropa que donó los terrenos donde se levantó el recinto hospitalario en la ciudad de Chillán, que por cierto cuenta con UCI, porque ahí fue a parar el atribulado García, no como director técnico, sino como paciente en estado grave, atrapado por el covid-19, pulmones comprometidos, conectado a ventilador mecánico y con un pensamiento fatal: “Pensé que me moría”.
Jaime García no solo no se murió, sino que hasta podría imaginar un verano 2023 sin polera, porque ahora luce flaco, tostado y triunfador, al menos por ahora, porque un entrenador así como sube a los cielos de dos en dos, desciende a los infiernos de un porrazo. En cosa de meses. Así que García, por lo tanto, no cree en los cuentos. A lo mejor los lee, pero no los cuenta.
Hace dos años yacía en cama, a medio morir saltando y estaba por convertirse en animita. Milagrosa, probablemente.
En nuestro clima futbolístico se sobredimensiona a los técnicos extranjeros y las sociedades anónimas los prefieren, sin duda, quizás por el precio o a lo mejor por dóciles y funcionales. Eso explica el eterno retorno del charlatán argentino y el embaucador uruguayo, porque los echan y contratan una y otra vez, y así van de club en club.
Jaime García brilla por lo contrario: un chileno de provincia que se mantiene en un club de provincia; un entrenador que esconde la guata, saca pecho y muestra sus credenciales, las de alguien que sabe el destino que tuvo y conoce el destino que le espera: sacarse la mugre, salir adelante y tratar de ser feliz, con todos y pese a todo.