Tal vez resulte algo extemporáneo referirse ahora al pasado martes 18 de octubre, día en que se recordó el aniversario de similar fecha de 2019. Pero como lo que siempre tenemos tratándose de asuntos humanos no son hechos, sino interpretaciones, voy a compartir algunos comentarios sobre el particular que, espero, vayan más allá de complacerme en la obviedad de la condena a la violencia, o en la obviedad contraria de que la violencia ha operado muchas veces como partera de la historia.
Ese martes ocurrió y no ocurrió lo que era de esperar. No ocurrieron, al menos en la magnitud que se temían, los desórdenes públicos masivos posibles en tal fecha, y, por otra parte, proliferaron los análisis sobre las causas y alcances de lo ocurrido tres años antes. Esto último era muy previsible, aunque no lo era que la mayoría de los análisis solo hicieran ratificar y reiterar lo mismo que sus autores habían dicho o escrito en 2019, como si nada hubiera ocurrido desde entonces y los analistas solo quisieran hacernos ver —en 2022— cuánta razón habían tenido tres años antes.
Llamó también la atención que la mayoría de los analistas insistieran en las explicaciones monocausales, desconociendo la complejidad de la situación que el país vivió en 2019, con claras señales previas ampliamente desatendidas por aquella parte del país que creía vivir en un oasis, y diferenciando en ella, poco o nada, las acciones vandálicas de las muchísimo más masivas, de carácter pacífico, que tuvieron lugar en todas las grandes ciudades de Chile.
En cuanto al Presidente Boric, afirmó el reciente 18 de octubre que lo de hace tres años “no fue una revolución anticapitalista”, lo cual es estrictamente cierto en cuanto a lo primero —no se trató de una revolución— y solo parcialmente en lo segundo. No fue puramente una reacción anticapitalista, esto es, un rechazo del sistema económico que tiene ese nombre, pero sí una protesta masiva contra lógicas neoliberales que en Chile, como también en muchos otros países, han acompañado al capitalismo, con mayor o menor intensidad según los gobiernos que hemos tenido en los últimos 49 años. Como ustedes advierten, al afirmar algo así estoy sumándome a los analistas que se mantienen firmes, cuando no tozudos, en la misma interpretación que hicieron hace tres años. Mea culpa, entonces.
El capitalismo es un sistema económico, un modo de producción y asignación de bienes, como también de acumulación de riqueza, mientras que el neoliberalismo es más que eso. Visto con objetividad y sin utilizarlo como una palabra con la que resumir todos los males que vemos en las sociedades contemporáneas, el neoliberalismo, que formula planteamientos de orden económico, es también una antropología (concepción del ser humano), una sociología (visión de la sociedad), y una filosofía moral (idea de la justicia, en particular de la justicia social).
Tal como sería bueno que en nuestro país avanzáramos en la identificación, comprensión y diferenciación de los varios liberalismos que existen, también lo sería tomarnos en serio esa versión o aplicación liberal que se llama “neoliberalismo”, alejándonos tanto de la simplificación de quienes utilizan la palabra como arma arrojadiza como del enmascaramiento de aquellos que, teniendo ideas neoliberales, niegan la existencia de estas y se presentan simplemente como liberales.
Un debate como ese, que excedería el espacio de varias columnas, podría ayudarnos a comprender que la protesta del 2019 fue contra el capitalismo neoliberal, o, si se prefiere, contra la fase neoliberal de nuestro capitalismo, o sea, contra la alianza entre un sistema económico y una doctrina que es mucho más que económica.