En la radio que siempre escucho, oí decir el domingo que era una barbaridad que Colo Colo no recibiera su copa de campeón en la cancha, junto a su gente, ignorando que el público albo no tenía autorización para entrar al estadio de Coquimbo. También reclamaron, casi llorosamente, que no se permitiera el ingreso de personas con camisetas blancas, bolsos o mochilas. Eso último era, definitivamente, “ridículo”. Por cierto, ningún periodista ignora que la barra alba no puede ser visitante en varias canchas y que todas las revisiones resultan inútiles.
De modo que los únicos responsables de haber faltado a la cita triunfal y empañado el final de campaña son los mismos que, durante todo el campeonato, empañaron la actuación de su equipo y del torneo. Nadie más.
Creo conocer la historia de Colo Colo, y sus triunfos siempre me han alegrado porque en su hinchada tradicional encontré siempre gente de trato cálido y amistoso, lo mismo que entre sus jugadores y algunos de sus dirigentes. Y también, por supuesto, entre sus entrenadores. No olvidaré las enseñanzas de Hugo Tassara, un adelantado; ni las del uruguayo José María Píriz, el primero al que le escuché advertir que un zaguero no debe jamás despejar hacia el centro de su propia área; ni olvidaré a los hinchas anónimos que celebraban las cosas buenas que hacían los adversarios.
Cuando hicimos “De David a Chamaco” con Julio Salviat, en los 50 años del club, comprobamos que aquel grito “¿Quién es Chile? ¡Colo Colo!” era una realidad. De algún modo, ser colocolino era una distinción, como lo pregonaba Ernesto Blake, uno de sus más distinguidos dirigentes, en 1937. Era un club popular, arraigado en las poblaciones y en todos los sectores sociales. No era un club de “pelusones”. Ninguna otra institución era más transversal que el Cacique.
De hecho, las elecciones albas eran un acontecimiento de tremendo impacto, con impresionantes “caupolicanazos” y encendidas oratorias de los candidatos.
“El Invicto”, el equipo de “Juego científico” de los comienzos fue ganando partidos y títulos, reconocimiento nacional e internacional, acumulando estrellas y copas, hasta cazar una Libertadores. Y en ese mismo año, 1991, decidió no recibir la copa de campeón chileno. Lo decidieron todos, dirigentes, entrenador, jugadores. Y la copa quedó abandonada en el Sánchez Rumoroso. ¡Vaya coincidencia! No querían los albos recibirla de manos de directivos de una ANFP que despreciaban.
La historia se ha repetido en el último fin de semana, pero esta vez no fue por un deseo del club, sino por una decisión de la autoridad, que prohibió, con razón, el ingreso al estadio de sus “garreros”, que dejan un reguero de destrucción por nuestra geografía futbolera. Y como es imposible distinguirlos de los seguidores pacíficos, no puede entrar ninguno.
Así es como una gran institución va perdiendo capital social. Esa pérdida no se tapa con 33 ni con 50 estrellas. Ni con una constelación.