No hay dos opiniones. Lo que generó más rechazo de la propuesta constitucional fue la plurinacionalidad. Sacó del clóset los mitos originarios de la identidad chilena: una sociedad homogénea, estructurada en torno a un Estado fuerte y unitario; una identidad arraigada especialmente en el mundo rural y en los mayores, que al verla amenazada se movilizaron como nunca a las urnas para defenderla. Para el mundo urbano hipster y cosmopolita fue una sorpresa. Se les apareció un Chile que no conocían.
Tras el 18 de octubre ese Chile se replegó. Se sintió obsoleto. No comprendía lo que pasaba. Se sumó a las preferencias de sus hijos o hijas, mucho más elaboradas que las propias, pues tienen más educación y conexiones. Esto explica el resultado del plebiscito de entrada en octubre de 2020 y la elección de convencionales de mayo de 2021. Pero la Convención fue demasiado lejos, lo que les llevó a abandonar la pasividad y levantarse.
Para ese Chile, la vida se ha vuelto particularmente inestable y azarosa. Ha tenido que enfrentar en la primera línea la pandemia, la crisis económica y la delincuencia. El 18-O despertó algunas ilusiones, pero el tiempo —como lo hace siempre— las fue desvaneciendo. Solo quedaron sus secuelas, que han sido dolorosas para todos, incluyendo para quienes participaron en las movilizaciones y quedaron por meses sin metro ni supermercados. La elección de Boric fue otra luz de esperanza, pero que se apagó rápidamente, como les sucede actualmente a todos los gobernantes del mundo. Por si eso fuera poco, la generación dorada no pudo llevar a Chile a Qatar.
En tal contexto, no fue raro que subieran fuertemente el valor de los símbolos y las tradiciones nacionales. Son anclas de estabilidad, pertenencia, identidad. Cuando fueron cuestionados —y a veces mancillados— por algunos convencionales, muchos sintieron que les quitaban la tierra bajo los pies. Se lo guardaron, pero la reacción vino el 4-S. Fue otro “despertar”; ya no ante el malestar, el abuso y la injusticia, como se leyó el 18-O, sino ante una oscura e indescifrable sensación de amenaza a la seguridad, a la memoria, a las fuentes de autoridad.
El “despertar” del 4-S no fue el fruto de una campaña ingeniosa o de las fake news. Al igual que el “despertar” del 18-O, sus raíces son profundas. Aunque algo avergonzado y autorreprimido por el avance de la ola globalista e identitaria propia de las nuevas generaciones, el sentido patriótico estaba ahí. Está siempre ahí, agazapado en cada uno de nosotros, inclusive en los más “progres”. Puede estar apagado, pero se vuelve a inflamar cuando surge algo que amaga con extinguirlo.
Alguien dirá que es un copy-paste de lo que sucede en otras latitudes: en Gran Bretaña con el Brexit, en EE.UU con Trump, en Italia con Meloni, en Brasil con Bolsonaro. Cierto: es la misma reacción del mundo tradicional dirigida a proteger una identidad nacional (real o imaginada, poco importa) que se estima amenazada por una nueva hegemonía, más joven, más urbana, más educada, más cosmopolita, que se guía por una agenda planetaria antes que nacional.
La Convención movió el péndulo hacia el nacionalismo. No sabemos cuán profundo y prolongado será este giro. Hay factores identitarios (género, orientación sexual, territorio, estilos de vida, generaciones) que no se sofocan ni canalizan con la apelación a la bandera y al himno nacional; pero como lo viene de confirmar el 4-S, pasar por encima de ellos pega fuerte.
Para la izquierda tradicional la cuestión nacional ha sido siempre problemática, pero a la larga ha aprendido a lidiar con ella. No así la nueva izquierda, que controló la Convención junto a un puñado de delegados comunistas que tiraron por la borda la herencia de sus figuras históricas, entre ellas Pablo Neruda. Después del 4-S ella haría bien en escuchar a Íñigo Errejón cuando pide que “no hay izquierda hegemónica sin país ni país sin bandera”.