En las últimas semanas el debate político ha girado en torno a un nuevo proceso constituyente, del que debería surgir una buena Constitución. La discusión se ha centrado en fórmulas que brinden legitimidad y calidad a la propuesta.
Para esto no se puede perder de vista que en las constituciones confluyen la política y el Derecho. Las constituciones son tan políticas como jurídicas. Su legitimidad es fruto de un delicado equilibrio entre factores diversos, como la democracia, la auctoritas, la historia y su afinidad con ciertos principios esenciales, cuya interacción repercutirá en la eficacia del modelo constitucional correspondiente.
En los sistemas democráticos representativos, las constituciones tienen su origen en los parlamentos y, excepcionalmente, en convenciones o asambleas ad hoc. No obstante, es aconsejable que la norma fundamental sea validada también por el pueblo mediante un plebiscito, lo que sin duda reforzará su legitimidad democrática. Sin embargo, es ilusorio pensar que esto producirá por sí solo una buena Constitución. De ahí la importancia de considerar otros factores que, junto con acrecentar dicha legitimidad, puedan proveer de aquello que la votación popular no asegura por sí misma.
Por ejemplo, la legitimidad del Derecho en Roma estaba basada en la idea de auctoritas, es decir, un saber socialmente reconocido, concepto que alude no solo al conocimiento jurídico, sino también a la prudencia y al buen juicio, elementos indispensables para producir normas o para resolver conflictos. El desprecio por la auctoritas es una de las características del populismo y lo fue también de la Convención Constitucional pasada. Sus consecuencias quedaron de manifiesto en las desprolijidades del texto que fue rechazado el pasado 4 de septiembre. El nuevo proceso constituyente no debería cometer el mismo error.
Lo aconsejable, por tanto, es no prescindir nuevamente de la opinión académica técnica y moderada, alejada de la emocionalidad y de la ideología, fundada en la reflexión racional y en la investigación.
La historia juega también un importante papel legitimador. Una institución constitucional que logra sobrevivir en el tiempo es legítima también porque ha sido asimilada socialmente, ha suscitado una progresiva identificación del ciudadano con ellas. Es lo que ocurre con las constituciones más venerables del mundo, como la británica, la norteamericana o la alemana. En “Our mutual friend”, Dickens destaca el orgullo con que Mr. Podsnap, personaje de clase media, explicaba a un extranjero que en Inglaterra había “evidencia de la Constitución en las calles y que los hombres ingleses sienten orgullo por ella”.
A este respecto, debe considerarse que en nuestro país contamos con una tradición constitucional forjada a lo largo de dos siglos, plasmada en lo que podríamos denominar la Constitución histórica de Chile, o principios constitucionales del Derecho chileno, que no deberían ser menospreciados ni ignorados.
La legitimidad constitucional depende también del reconocimiento de los principios estructuradores del constitucionalismo: Estado de Derecho, democracia, separación de poderes, reconocimiento y protección de la dignidad y de los derechos inherentes al ser humano.
Su incorporación en la Carta Magna debe estar fundada en la convicción de que sin ellos no existe un auténtico sistema constitucional.
Como se ve, la legitimidad y la calidad de una Constitución no se reducen exclusivamente al carácter democrático de su elaboración. Si bien esto es una condición ineludible para ello, son igualmente imprescindibles los otros factores antes mencionados, cuya confluencia permite dotar al sistema constitucional de fuerza y estabilidad.
Jaime Arancibia Mattar
José Ignacio Martínez Estay
Profesores de Derecho Constitucional y Administrativo Investigadores de POLIS, Observatorio Constitucional de la Universidad de los Andes