Durante la campaña que antecedió al plebiscito los más connotados dirigentes de izquierda, centroizquierda y derecha, que se pronunciaron por “el Rechazo”, aseguraron que la Carta del 80 estaba políticamente muerta. Una semimuerte, dirá Eugenio García Huidobro desde la academia, señalando que la enmienda de 2019, que hizo posible la Convención y el plebiscito, transformó a esa Constitución en una interina o temporal, que son aquellas que bajo sus propios términos están destinadas a ser reemplazadas por una de carácter permanente.
Contrariando la idea de que esté muerta —o viva solo para desaparecer—, algunos han empezado a plantear que la Carta ha resucitado, sana y robusta, que el poder constituyente ha vuelto al Parlamento y que este debe ser el que redacte la nueva Constitución.
Aunque aceptemos esa idea, un análisis frío indica que ella es un imposible. Como es sabido, a una reforma constitucional se le aplican los trámites propios de la formación de la ley, a lo que se agrega su aprobación por 4/7 de los miembros en ejercicio de cada cámara. El problema está en que en el Parlamento, ninguna coalición está cerca de alcanzar esos votos. La derecha, que es la fuerza predominante, no tiene los 4/7 en ninguna de las ramas. Para alcanzarlos en el Senado, requeriría sumar al senador republicano, todos los de RN, UDI y Evópoli y, además, tres que provengan de la DC o el PPD; y en la Cámara requeriría todos los UDI, RN, Evópoli, Republicano, más el PdG, la DC, cuatro PR-Liberales y dos PPD. Para la izquierda la contabilidad es más adversa y para el centro, aún peor.
En un Congreso altamente polarizado, donde se han perdido las habilidades para alcanzar compromisos y en que están representados más de 20 partidos, que tienen graves problemas de disciplina en su interior, las exigencias anteriores son casi imposibles de alcanzar. Ante una reforma constitucional de envergadura, el actual Congreso se encuentra en un punto muerto donde las fuerzas se enfrentan sin que ninguna pueda ser derrotada, pero donde ninguna puede vencer; en que todas tienen poder para hacer imposibles los acuerdos, pero ninguna suficiente como para imponer su propuesta.
En este marco, pretender que el Congreso, afirmado en una Constitución interina, pueda reclamar el poder constituyente es una amenaza sin dientes que, no teniendo ninguna viabilidad en el propio Parlamento, solo dificulta la posibilidad de un acuerdo.
El costo de esta situación es enorme para las instituciones y para la clase política. Para el centro y centroizquierda, muy alto, pues serán culpados de dejarse engañar una vez más. Una frustración para sectores moderados del Apruebo, que han representado los presidentes de ambas cámaras. Muy alto para la derecha, que —no obstante el muy loable esfuerzo de los presidentes de los partidos de Chile Vamos— será acusada de poner trabas al proceso con demandas desmedidas. La economía, al traste. Favorable para los viudos de la Convención y caldo de cultivo en que prosperarán los ultrones de uno y otro lado.
Han transcurrido siete semanas desde el 4-S y el Parlamento aparece sumido en una lucha que el país observa hastiado, donde cada día hay una nueva “idea creativa” de “mesas”, “bordes”, “expertos”, “arbitrajes”. En una negociación compleja, cada nueva exigencia que se añada tiende a alejar el resultado. Y aunque tengo la esperanza de que haya luego un acuerdo, me temo que estemos cerca de llevar el asunto a que lo resuelva un plebiscito de entrada. Un escenario que llevará al quiebre de ese 62% que votó por el “Rechazo”, pues muchos de ellos no estarán por respaldar la idea de entregar al Congreso, ni total ni parcialmente, la redacción de la nueva Constitución.
Para la derecha podría ser la repetición del error cometido en 2020, cuando su descalabro en el plebiscito de entrada la hizo enfrentar derrotada la elección de convencionales. Para la enorme mayoría del país, es arrebatarle aquella seguridad y esperanza que los resultados del 4-S habían empezado a crear.
Ciertamente, el plebiscito de entrada no es deseable; pero la parálisis del proceso constitucional, como resultado de la incapacidad del Congreso para llegar a acuerdos, sería —y ya empieza a serlo— un error monumental.
Genaro Arriagada