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Editorial
Jueves 20 de octubre de 2022
Nueva Constitución: lecciones ineludibles
Es de todo sentido que el Congreso, como habilitador del proceso, defina un marco de principios y vele por su cumplimiento.
En estos días se discute cómo avanzar en el proceso de redactar una nueva Constitución, conforme a lo aprobado en el plebiscito de 2021 y a lo que se comprometieron casi todos los partidos políticos en 2022, si se rechazaba el texto propuesto. Para ello las lecciones sacadas del proceso anterior resultan muy importantes.
Probablemente la primera a extraer es que comenzar a partir de una página en blanco es una mala idea. En el caso recién votado se quiso impedir que la Constitución vigente incidiera con sus preceptos en la nueva y se argumentó que esa fórmula permitiría que ningún sector partiera la discusión en supuesta situación de ventaja; el costo, sin embargo, fue ignorar la rica tradición y experiencia constitucional chilenas, avivando la imaginación de convencionales que entendieron aquello como una carta blanca para refundar el país conforme sus particulares ideologismos, alejándose completamente de las aspiraciones ciudadanas, todo lo cual quedó plasmado con elocuencia en el resultado del plebiscito. De ahí que el debate se haya centrado ahora en acordar un conjunto de principios que la nueva Constitución deberá recoger y que por lo mismo suponen marcos y límites para su discusión. Es de todo sentido que esas definiciones las realice el Congreso, que es el que ejerce el poder constituyente y que eventualmente entregaría a un nuevo órgano la tarea de redactar una propuesta de Carta Fundamental. Se ha constatado, además, la importancia de mantener un plebiscito de salida con voto obligatorio, que asegure que la población manifieste su aprobación o rechazo a ese texto, toda vez que sus consecuencias, al revés de lo que ocurre en otras elecciones, pueden durar varias décadas.
Una segunda lección, si es que se avanza —como todo parece indicar— en la idea de un nuevo órgano electo total o parcialmente, es la necesidad de importantes modificaciones respecto del modo en que fueron elegidos los integrantes de la Convención. Permitir listas de independientes agrupados bajo un nombre común, pero sin historia pública conocida ni responsabilidad ulterior, no debe repetirse. Confunde a la población, incentiva la fragmentación, con la consiguiente dificultad en la construcción de acuerdos, y —se demostró— favorece comportamientos irresponsables. Por otra parte, impulsar la paridad al inicio del proceso permite satisfacer justas demandas de género, pero la corrección electoral a la salida choca con el principio democrático de la igualdad del voto. Asimismo, establecer escaños reservados para los pueblos indígenas se tradujo en una importante distorsión, no solo porque quienes votaron por ellos —algo menos del 4%— eligieron a un 11% de convencionales, sino porque la mayor parte de dichas etnias prefirieron sufragar por candidatos generales, de modo que la Convención estuvo lejos de representar lo que esos pueblos querían. El plebiscito se encargó de ratificar aquello de manera categórica. Al respecto, el oficialismo ha propuesto una Convención electa de 125 miembros, con paridad de entrada y salida, y 9 escaños reservados para pueblos originarios, ideas que escasamente se hacen cargo de las lecciones recientemente aprendidas.
Pero hay otros elementos que también deben ser considerados. La composición de la anterior Convención resultó en definitiva poco representativa de la población, ilustrado por el hecho de que sus ideas resultaron muy distintas de las aspiraciones de aquella. Entregar sin contrapesos el poder constituyente al resultado de una votación coyuntural es una idea que requiere ser revisada y por eso distintas voces han planteado la posibilidad de que el Congreso, que es el que habilitaría un nuevo proceso, juegue un papel más relevante en él, velando para que los principios que se establezcan como marco sean efectivamente cumplidos. Por último, se ha visto que sería conveniente disminuir el número de eventuales integrantes de un nuevo órgano —se ha hablado de 50, para equiparar su elección a la del Senado— y acoger las demandas ciudadanas para que el conocimiento experto tenga una participación relevante.
La Constitución es un documento de crucial importancia y duraderas consecuencias. Si se pretende sellar un nuevo pacto político que entregue estabilidad al país, corresponde tomar todas las precauciones para asegurar esta vez un buen resultado, que pueda concitar amplias mayorías ciudadanas.