Si me preguntan qué candidatura prefiero para Brasil, no sabría qué responder. ¿Qué ofrecen Bolsonaro y Lula?
El primero se ha especializado en la provocación mediante brutalidades retóricas que poco y nada dicen acerca del contenido de los asuntos a debatirse, y cuya sinceridad es más que cuestionable. Lo mismo sus principios tan proclamados, se supone cristianos y patriotas. Lo segundo puede ser; lo primero, carece, en sus expresiones manifiestas, precisamente de espíritu cristiano o de reverencia por lo sagrado. Dicho esto, tampoco se podría decir que a Brasil le ha ido especialmente mal, y sus falencias no son muy diferentes a las que existían cuando Bolsonaro asumió la presidencia. La caída económica se debió en lo fundamental a la pandemia, como en todas partes. Se citan los 687 mil muertos por covid; medido en relación con la cantidad de habitantes, no fue muy diferente a lo ocurrido en Chile, país que ha sido considerado un ejemplo de buen manejo del azote. Otra cosa fue que Bolsonaro se burlara de la enfermedad y dijera todo tipo de pachotadas al respecto, como si la quisiera ignorar. Eso sí, es indudable que creó un polo de sentimientos políticos que puede ser tan fuerte como el de Lula.
En política exterior nada pudo extraer de la rica experiencia de Itamaraty para confrontar a la ola populista y radical en América Latina. Remedó lo peor de EE.UU. (Trump) en actitudes de menoscabo de la dignidad del Estado, con decisiones a troche y moche, sin mayor estrategia, como su insólito coqueteo con Putin.
¿Y Lula? Su gran mérito es que desde los 1970 hasta arribar al gobierno, en 2003, transitó de ser un típico líder populista y “antiimperialista” a ser un presidente responsable de una democracia que había alcanzado una alta marca con Fernando Henrique Cardoso, teniendo Brasil los problemas que conocemos, mientras crecía lo que ahora observamos, una creciente y peligrosa polarización. Gozó además del llamado superciclo de las materias primas, que no debería ser gran problema si se fuera razonable en actuar, como por doquier hacían los campesinos de otro tiempo, cuando las buenas cosechas pagaban también por los años de malas cosechas. Esto cuesta en América Latina. Sin ser Lula brillante en su gestión, en lo interno legitimó a una izquierda de tipo socialdemócrata. Ahora escogió como candidato a vicepresidente a su rival de derecha (2006) Geraldo Alckmin, lo que da cierta garantía. Claro, a su gobierno le rodeó la sospecha de la corrupción, de lo que fue acusado el mismo Lula. Me cuesta creerlo, por el enredo del tríplex. Ojalá haya sido solo un descuido.
En política exterior brillaba el oropel sin mayor sustancia. Repartió corrupción por América Latina. A los escándalos internos de Petrobras, le siguió un contubernio entre el gobierno y Odebrecht, un enorme conglomerado privado que repartía favores ilegítimos por el continente. Peor, dejó la iniciativa de política exterior latinoamericana en manos de Chávez y Maduro —a pesar de que Lula no era de esa orientación— mientras intentaba lucirse a lo largo del globo con gestos de gran potencia, al final vacíos, como el de BRICS, un supuesto polo de economías emergentes (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica), nada concreto, solo declaraciones altisonantes, como un acuerdo nuclear con Irán el 2010, que iba a ser garantizado por Brasil, Rusia y Turquía. El resto de los involucrados lo ignoró y no tenía mayor base. No es un antecedente para ser optimista en el caso probable de su triunfo.
El dilema electoral es desalentador para Brasil y América Latina. Nos deja un sabor a frustración tantas veces paladeado en nuestra historia republicana.