En medio de la batahola generada por “Blonde”, entre los que salieron a denunciar la película —por abusiva, por fantasiosa, por bizarra— y los que salieron a defenderla, sea porque la encontraron audaz y arriesgada o porque la actuación de Ana de Armas merece ser premiada, lo que realmente quedó sin discutir fue el efecto de toda la polémica sobre el legado de la propia aludida, Marilyn Monroe.
Qué decir: de momento, el mito goza de estupenda salud. Las ganancias generadas por concepto de imagen son controladas por Authentic Brands Group, una empresa que también se hace cargo de comercializar a Elvis Presley, Muhammad Ali, Reebok, Forever 21, Brooks Brothers y decenas de otras licencias ligadas al deporte y el entretenimiento.
Lo más probable es que la película no dañe en un ápice el aprecio de admiradores y consumidores; eso porque, incluso para el momento mismo de su muerte, Monroe había dejado de ser una actriz en el sentido en que tradicionalmente entendemos el término. Andy Warhol tenía razón: su genial intuición de adquirir, horas después del suicidio de Marilyn, los derechos de una foto publicitaria de la hoy olvidada “Niágara” (1952) para componer obsesivamente una serie de serigrafías con su rostro pavimentó ese futuro. Para todos los efectos, MM ya no es la persona que actuó en una docena de roles protagónicos, antes de estrellarse contra sus propios fantasmas. Su rol en la cultura es el de un ícono, un conjunto de rasgos de inmediato reconocibles, un objeto sobre el que proyectamos deseos y emociones, una vibra. Una marca.
Al lado de todo eso, la verdad, no hay legado cinematográfico que valga. Ni tampoco biografía. Es en ese punto que “Blonde” acierta, medio a medio: apuesta por usar ese marco y contrastarlo contra la idea de una Norma Jean Baker ahogada por esa presencia que, tras la correspondiente sesión de maquillaje, aparece al otro lado del espejo, alguien con el que comparte rostro y al que recurre para refugiarse del constante abuso infligido, sea de modo casual o intencional, por parte de distintas figuras masculinas de su vida, no importa si se trata de maridos, amantes, empleadores, amigos o fans. Esa persona, Marilyn Monroe, está ahí para ejercer de barrera y escudo, pero también como cárcel y mazmorra de la mujer real, una que el espectador alcanza a divisar a ratos, braceando a manotazos, tratando de salvar el pellejo antes de ser sepultada por la avalancha.
Puede ser legítimo cuestionar la aproximación escogida por el director Andrew Dominik —quien, siguiendo de cerca la pauta establecida por la novela de Joyce Carol Oates, consigue que su filme transite entre la recreación hiperreal y delirios propios del cine de terror—, pero hay un dejo de hipocresía entre quienes han corrido a defender a Monroe de la desecración que “Blonde” supuestamente perpetra en torno a su filmografía, “maltratando” sobre todo clásicos como “Los hombres las prefieren rubias” y sus dos cintas junto a Billy Wilder, “La comezón del séptimo año” y “Una Eva y dos Adanes”. Más que establecer juicios de valor sobre esos clásicos (que, a todo esto, Dominik dice admirar), el filme parece aludir a la incapacidad del público actual para digerirlos, doblegado como está por décadas de culto y el negocio monroesco. ¿Qué queda realmente en pie de “Los caballeros”? Una mezcla de Marilyn y Madonna, vestida en traje rosa sin tirantes y rodeada de diamantes. ¿Y de “La comezón”? Un vestido blanco que se levanta por los aires y nunca acaba realmente de caer. Si las escenas de “Blonde” insisten en reproducir con una perfección casi al borde de la paranoia, decenas, cientos de imágenes de MM captadas por las cámaras, no es porque estas formen parte central de la historia del cine y el arte del siglo XX, sino porque hoy se han convertido en camisetas, fragancias, labiales, toallas, ávatar de redes sociales, posteos de Pinterest.
La cárcel de Norma Jean ya no es psicológica. Es comercial. No es un rostro el que observas. Es un producto.