El debate político actual da lugar a un angustioso desaliento.
En la voluntad de quienes concurrieron a poner los cimientos iniciales de nuestro Estado —en la primera mitad del siglo XIX— estuvo siempre la idea de que la óptima organización política para Chile es la democracia. La ejecución de ese proyecto ha sido progresiva, y sus peripecias, avances, retrocesos, encuentros y desencuentros constituyen el hilo principal de nuestra historia política.
Con todo, un componente nuevo de la cosmovisión política de este último quinquenio es un desvío conceptual y práctico muy fuerte hacia un pensar la democracia y sus instituciones como un ámbito autónomo y formal en su despliegue y puesta en marcha. Mientras, por un lado, resulta cada vez más patente que es la cultura —que convierte a los meros electores en auténticos ciudadanos— la dimensión actual de la democracia donde los chilenos nos encontramos en mayor carencia, por el otro, el enfoque insiste solo en introducir cambios supuestamente mágicos en la superficie institucional. El voto deviene, entre tanto, hoy cada vez más en una preferencia vacía de un contenido preciso, que es más bien la expresión volátil de emociones y opiniones vagas y opacas. Pensar, entonces, que todo pasa por cambios institucionales es propio de una mentalidad en exceso formalista que le concede demasiada importancia al papel de las reglas jurídicas y desconoce la gravitación esencial que las mentalidades, valores, modos de ser y de comportarse; que los conocimientos y destrezas y habilidades críticas; que la profundidad del compromiso con el bien colectivo y otras variables culturales tienen en la vigencia efectiva de aquellas reglas.
Nuestros “padres fundadores” —sean liberales o conservadores— tuvieron siempre conciencia de esa asociación indispensable entre educación, cultura y democracia.
El célebre discurso que José Victorino Lastarria diera con ocasión de su incorporación a la Sociedad Literaria de Santiago, de 1842, es un ejemplo de lucidez al respecto que se echa de menos entre nuestros dirigentes actuales. Se trata de promover la formación integral de las personas, de modo que el futuro ciudadano no divida su comportamiento en uno para su esfera privada y otro para su esfera pública, sino que tenga conciencia de pertenecer a una comunidad con bienes colectivos que cautelar y promover, se sepa parte de un cuerpo social con historia y, por ende, responsable frente a las generaciones venideras. La calidad y estabilidad de nuestra vida democrática peligra cuando nuestra educación y desarrollo cultural, pese a su importancia, son, en definitiva, postergados una y otra vez en las prioridades gubernamentales y, peor aún, cuando se los aborda, como fue el caso de la gratuidad para la educación superior, se opta por soluciones que contradicen todos los estándares de una buena política pública.