Los últimos tres años de Chile me hacen pensar que la vida se parece a un mal argumento: nadie sabe para dónde va, faltan buenas razones y está lleno de detalles innecesarios.
El 18 de octubre trajo un conjunto de preguntas que nos acompañan desde entonces: por qué (o, al menos, por qué ahora) y, más importante, cómo saldremos de este embrollo. Hay quienes desde el día cero tuvieron todas las respuestas; tajantes, cargadas de inevitabilidad, como si la historia tuviese un sentido único y cierto, como si la humanidad no estuviese repleta de azar y contradicciones. Hoy, ya con un atisbo de perspectiva, ninguna explicación o teoría del desenlace parece evidente en sí misma. Un deportista alguna vez dijo que el futuro ya no es lo que solía ser; agregaría que el pasado tampoco.
Estamos en medio de una batalla por encontrar el sentido de los últimos años, al mismo tiempo que de una anomia rampante, que cuestiona todas las normas de comportamiento. Las instituciones que antes proveían de sentido a la vida colectiva, como la Iglesia o los partidos políticos, ya no lo hacen; apenas logran anclar las preferencias. Algo de todo esto hay tras nuestras recientes elecciones pendulares. La ciudadanía, que sigue los debates públicos con distancia, tiende a mirar las respuestas rotundas con recelo. Aun cuando pueda estar dispuesta a dar una oportunidad a unos o a otros, no guarda lealtad para con nadie. Por eso, más allá de la virtud cívica, conviene no inflamarse con la ola del momento y ser deferente con las posiciones (provisoriamente) perdedoras.
Entre los ciudadanos, la idea de que avanzamos hacia alguna parte se ha ido perdiendo. Según las encuestas CEP, durante los noventa y la primera década de los 2000 la población que creía que Chile estaba progresando oscilaba en torno al 50%, aunque se desplomara en las crisis económicas y luego repuntara. Desde 2014, quienes creen que estamos progresando no superan el 30%; este año fueron solo el 18%. Hay quienes estiman que el problema es que unos van más rápido que otros, pero no ponen en duda el destino de la vida colectiva. Creo, más bien, que en estos años ha reinado una gran confusión sobre hacia dónde vamos.
Más allá de su evaluación, a los famosos treinta años, con su apuesta por la estabilidad, la responsabilidad y la gradualidad, pudo faltarles emoción. Pero esta constante redefinición del futuro es para muchos exasperante. Tal vez, la ciudadanía, más que un futuro ambicioso, anhele hoy uno más o menos estable.
En la novela de García Márquez, a Florentino Ariza le preguntaron “¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo?”. La respuesta de Chile a esa pregunta está hoy en manos de los políticos. Espero que ella no sea la que entonces diera Ariza: “Toda la vida”.