No es extraño que en los tramos finales y decisivos de cualquier campeonato, los arbitrajes logren aún más protagonismo del que tienen habitualmente. En estas instancias en que se juegan demasiadas cosas, cada cobro termina siendo interpretado de acuerdo a los intereses de cada cual y la conclusión siempre es la misma: los criterios son dispares y por eso lo más fácil es sospechar de la mala intención.
Es un hecho que los árbitros cobran de acuerdo a lo que estiman que deben cobrar, es decir, según su criterio. Las 17 reglas del fútbol no están escritas sobre piedra, no son leyes ni mandamientos. Solamente son principios que, como tales, no pueden ser impuestos de manera unívoca.
Es hora de dejar de lado eso que los árbitros son simples aplicadores de la letra del reglamento. Los jueces también son parte del juego. Participan de él. Son sujetos activos que van desplegando en la cancha lo que han aprendido impulsados por su experiencia. Y siempre tendrán un porcentaje de incidencia en el desarrollo y en el resultado de un partido.
Todo esto que pareciera ser tan obvio para cualquier futbolero, en realidad no está habitualmente presente, hasta que salen árbitros como Roberto Tobar para recordarlo.
Tobar fue, derechamente, el jugador más decisivo e importante del duelo que jugaron la semana pasada Colo Colo y Universidad Católica porque él fue quien le dio el tono a la lucha. El sello. El que, en definitiva, hizo que albos y cruzados protagonizaran, por lejos, el mejor partido del torneo nacional.
El juez no le pidió permiso a nadie para disponer que había que jugar con intensidad alta, como se juega habitualmente en torneos y ligas más desarrolladas.
Más que el “siga, siga”, lo que Roberto Tobar impuso fue un concepto notable: que el intento de jugar siempre debe estar por sobre el de destruir y simular.
Aplicando su criterio, Tobar dejó de sancionar algunas faltas que merecían sanción. Incluso con ello condicionó el resultado (decir que lo modificó es exagerado). Pero fue un riesgo calculado. Y mejor que eso, bien entendido porque si bien hubo quejas lógicas de quienes se sintieron perjudicados por esos errores, generó aplausos generalizados de moros y cristianos por la forma como condujo el encuentro.
No deja de ser llamativo que esta verdadera lección de arbitraje haya sido en un momento particularmente delicado en el seno del siempre egoísta y egocéntrico mundillo de los jueces. El año en que hubo “golpes de estado” a la comisión de Árbitros y sospechas de arreglines y contubernios oscuros para favorecer a la casta tradicional y aniquilar a la que recién está naciendo.
Tobar, el mejor de todos en los últimos años, el más trascendente de este siglo, el que debió estar en la lista para dirigir el Mundial, se jugó una apuesta alta que seguramente varios de sus colegas tildarán de “populista” pero que, ojalá, se convierta en ejemplo para la generación que viene, esa que no está contaminada y que aún no se incluye en clanes que hacen la repartija semanal.
Seríamos unos bobos si lo dejamos solo como una anécdota.