Los traumas derivan en síntomas. Estos hay que vivirlos, dicen los psicólogos. De ahí que hablen de “hacer el síntoma”. Sin esto no hay terapia, y sin esta no hay cura.
A raíz de la Convención descubrimos que no todos los traumas del 11 de septiembre y de lo que fue la transición se habían extinguido o sublimado. De ahí que esta se transformó en la ocasión para hacer el síntoma. Cierto que el espectáculo no fue grato de ver: rabia, violencia verbal, revanchismo, sorna, intolerancia; pero, con todo, fue un ejercicio pacífico y la Convención cumplió con lo que se le exigió: escribir un borrador de nueva Constitución. Su propuesta no hizo sentido a la mayoría de los chilenos y chilenas, y por lo mismo fue rechazada.
¿Fue un fracaso? En su objetivo directo, sí: confeccionar un texto que interpretara y canalizara las trayectorias y expectativas de vida en común de los chilenos. Pero haber conseguido que se viviera el síntoma en forma pacífica fue un logro extraordinario para una sociedad que en 2019 estuvo a un tris de un quiebre dramático. Si se admite esta lectura, entonces habría que ser cuidadosos para no tirar el bebé con el agua de la bañera; esto es, no echar al traste de la basura la experiencia de la Convención por el hecho de que su texto fuera rechazado.
A pesar de sus fallas y excesos, la Convención fue una experiencia terapéutica que no se debe desestimar. Por lo mismo, hay que construir a partir de ella, no contra ella. Sea como sea que siga, el proceso constituyente debe encontrar la forma de plantearse como una continuidad —continuidad, por cierto, no exenta de críticas y modificaciones—, no como ruptura. Si lo que predomina es el afán de borrar lo vivido se estaría repitiendo el pecado que hundió a la Convención: un ánimo de ruptura que a veces lindaba con lo infantil. Plantear lo que viene como continuidad —con el esfuerzo reciente y, por qué no, con lo que se avanzó en los tiempos de Bachelet— ayudará también a evitar que los sentimientos de exclusión se adueñen de quienes votaron por el Apruebo, tal como les ocurrió a las corrientes minoritarias dentro de la Convención pasada.
Por cierto que después de un terremoto como el del 4S era lógico tomarse un tiempo. Unos quieren celebrar (aunque los motivos para ello puedan diferir); otros necesitan hacer el duelo. Pero hay que seguir adelante, tal como se lo han planteado los partidos y congresistas. Las negociaciones en curso hay que interpretarlas como un intervalo de una larga marcha, que si ha tomado más tiempo de lo previsto, es porque eran más los traumas y las resistencias por superar. La discusión sobre bordes, principios o bases es, de hecho, parte de un acuerdo constitucional en gestación, el cual ha vuelto a tener a los partidos políticos y a congresistas como actores protagónicos. En buena hora.
No se debe olvidar la esclerosis que padece nuestro marco institucional. Por 16 años oscilamos entre dos figuras salvadoras que tienen tanto en común como el aceite y el vinagre: Michelle Bachelet y Sebastián Piñera. Agotado el ejercicio, se eligió a Gabriel Boric. Este ha vivido la misma experiencia que sus predecesores: un acelerado deterioro de la confianza de la población. Si aborta el proceso constitucional y la parálisis se mantiene, seguro que retomaremos la misma alternancia, pero ahora entre péndulos cada vez más excluyentes. Esto lo sabe la derecha más extrema. Por eso se ha retirado de las negociaciones.
La única manera de salir de esa dinámica destructiva, que terminará llevando a la democracia chilena al despeñadero, es evitando que aborte la dura y larga terapia a la que decidimos someternos con el proceso constitucional. Hay que tener cuidado, sin embargo, con no dilatarla en extremo, porque llevará a que la gente se aburra y se margine. Es responsabilidad del gran arco democrático que la marcha no se detenga.