A riesgo de ser reiterativa, vuelvo a apelar a Isaiah Berlín y su llamado vehemente a los intelectuales a enfrentar con coraje, rigor y críticamente las ideas que súbitamente surgen en las sociedades, se transforman en lugares comunes hasta que, a pesar de sus incongruencias o debilidades, avasallan y se instalan como mandatos exclusivos que guían la acción política. La historia está plagada de esas instancias y la nuestra no es inmune a este mal. La falta de pensamiento crítico de las élites dejó que se instalaran en años recientes, y se repitieran como mantras, conceptos claramente reñidos con la evidencia. Así, se consolidó como verdad incuestionada que Chile era el país más desigual del mundo; que esa desigualdad había aumentado durante los últimos 30 años; y que la causa de ello era el modelo de desarrollo basado en la economía de mercado. Ninguna de estas premisas tiene asidero alguno en la realidad y todas son desmentidas por los datos objetivos. La conclusión lógica de este diagnóstico fue el intento refundacional de la Convención Constituyente, masivamente rechazado por el electorado.
El cambio es el corolario indispensable de un orden social sano desde el momento en que este evoluciona constantemente y las instituciones deben adaptarse a esos cambios. Como decía Burke, “un Estado sin los medios para efectuar algunos cambios carece de los medios para su propia conservación”. Añadía, “el cambio debe ser oportuno, anticipándose a la emergencia de un problema antes de que todos sus efectos se hagan presentes. Debe construirse sobre las instituciones existentes y las reformas anteriores, de modo de sacar las lecciones aprendidas en el pasado. Debe ser mesurado, de modo que quienes llevan a cabo los cambios y quienes son afectados por ellos puedan ajustar sus conductas apropiadamente. Debería ser consensuado de manera que el proceso de reformas pueda evitar conflictos innecesarios y ellas puedan subsistir más allá del tiempo de sus impulsores. Deben ser prácticos y realizables”. En suma, Burke no defiende el statu quo, porque tiene una aguda conciencia de que las sociedades están siempre cambiando y sus leyes, en consecuencia, también deben cambiar, pero en forma gradual, incremental, a través de reformas y no de revolución. En este sentido entendemos “reformismo” como cambios hechos dentro de las estructuras que nos rigen por medio de los mecanismos institucionales vigentes, mientras cambio “revolucionario” involucra la disrupción total de la institucionalidad y de las leyes existentes. Medidos con este test, preciso es admitir que en muchas ocasiones la derecha no percibió el imperativo del cambio y de la reforma oportuna y la nueva izquierda solo concibe la solución de las deficiencias actuales a través de la revolución.
El reformismo de la transición, en cambio, tan vilipendiado hoy, nos aseguró salir de una dictadura sin derramamiento de sangre (fenómeno inusual, con el dictador vivo) y sobre todo a partir de 2005, con realismo, acuerdos y consensos, una plena democracia, alternancia en el poder, pluralismo, plena vigencia de los derechos civiles y de las libertades personales con progreso económico y social sin precedentes. ¿Que no lo resolvió todo? No, porque la política nunca es perfecta y las sociedades evolucionan. De ahí el imperativo del cambio, pero la disyuntiva es y será siempre reforma o revolución.