La indignación, los abusos y una larga historia de injusticias es como el Presidente describió mayormente en la ONU los últimos 30 años de Chile. Sin perjuicio de que valoró la reducción de la pobreza y los avances sociales, puso marcadamente el acento en los dolores que habría causado el modelo de desarrollo, provocando que la población se alzara violentamente a protestar en 2019.
Por cierto, no se refirió a la acción poco eficaz y moderna del Estado chileno o a la brecha de calidad que experimentan los usuarios en los servicios públicos como parte del problema; menos, a los recursos que se destinan a programas sociales mal evaluados, y menos aún, a la más abrumadora carencia de énfasis en el crecimiento económico, como política de Estado, de la última década. Y su condena a la violencia si no fue inexistente, fue muy débil.
Aunque buena parte de su diagnóstico sea disputado por la evidencia, no extraña su intervención. Y es que esa vía política, la del enemigo común y el antagonismo permanente, está en el ADN de esta nueva izquierda y en la obra de la disuelta Convención, rechazada por la ciudadanía. Preocupantemente, el sistema político actual, altamente fragmentado, solo beneficia el esmero de esa izquierda, lo que es paradojal, pues fueron los propios políticos tradicionales y consensuales los que, tras cambiar el sistema electoral, favorecieron la atomización y pusieron en duda la gobernabilidad, exaltando el conflicto del que se vale esta izquierda radicalizada. Esto debe considerarse en el nuevo proceso constitucional en ciernes.
Hoy, esa izquierda, que cree en las particularidades, pero más importante, que vive de cómo esas particularidades se enfrentan contra el enemigo común (el modelo neoliberal), nos gobierna. La sociedad aburrida, subsumida en sus preocupaciones mundanas, pero acuciantes, que busca soluciones concretas a sus problemas no es la sociedad conflictuada y sobrepolitizada a la que aspiran. Esa sociedad es despreciada por ellos, por carecer del juicio suficiente para comprender lo que realmente está en la “vanguardia”. El haberse precipitado ante una sociedad que no estaba preparada para tanta “modernidad” ha sido la “autocrítica”, mas no el rumbo al cual buscan dirigir sus destinos.
¿Cómo se gobierna con esa “autocrítica” y con ese leitmotiv? ¿Tiene el Presidente un proyecto y soluciones que ofrecer o lo suyo es lo de su tribu, lo performativo y la exaltación del descontento? A buena parte de quienes están detrás de la coalición de gobierno no le interesa definir el mentado modelo que habrían de derrocar ni menos el proyecto a cambio, porque el solo erigir el enemigo común los mantiene a ellos con afrecho.
Hasta ahora, ese ha sido el proyecto de esa izquierda. Pero tras llegar al poder ¿qué? ¿La revolución y la redención de esa sociedad aturdida? ¿Y si ella se resiste, como lo hizo el 4 de septiembre? García Linera, un referente del Presidente, ha señalado que en tal caso habría que hacerla entender con medios extralegales, con la presión de la calle y con el control de los medios de comunicación que “reproducen las ideas dominantes”, para así hacer irreversible la redención. Ese peligroso constructo autoritario que, por las buenas o las malas, aspira a liberarnos de las ataduras a las que estaríamos sometidos es muy inquietante, pues se percibe fuertemente en una importante ala del Gobierno.
La gran pregunta hoy es qué Presidente nos gobierna ¿el veloz redentor, atrapado en la exaltación del conflicto y que tiene esos referentes, o el que aspira a gobernar para las mayorías, como pareció mostrar en su discurso de presentación del Presupuesto de la Nación para el año 2023? Si es lo segundo, debe demostrarlo. No podemos seguir anclados en disertaciones o en el acuerdo del 15 de noviembre de 2019 —en que mostró disposición a tomar cierto riesgo— para sostener que él es distinto a su tribu. En Chile, si algo quedó claro tras el plebiscito, es que nadie quiere ni ha pedido una revolución, ni lenta ni rápida. Las personas desean progresar, con mayores grados de equidad, pero con estabilidad, sin refundaciones y sin poner en riesgo los logros presentes. El mandatario también lo dijo en la ONU. Debe entonces dar testimonio claro de que tendrá disposición a entender que el malestar tiene más de un diagnóstico, que la ciudadanía no quiere Transantiagos constitucionales, tributarios ni en pensiones, y que su compromiso es el de aunar voluntades para resolver los problemas reales de las mayorías. Si él se resiste, como a ratos pareciera ocurrir —la dilación del TPP11 es un ejemplo— y la sociedad política y civil no se envalentona para hacer valer el sentido común, lo resentiremos enormemente.
Natalia González