En su reciente intervención ante la Asamblea de la ONU, el Presidente Boric remarcó que “Chile es uno de los países más desiguales del mundo”. Sus palabras no dejaron indiferente a más de alguien, generando una discusión sobre nuestra desigualdad de ingresos relativa y su evolución reciente.
Hay dos aspectos centrales a tomar en cuenta en este debate. Uno es qué es lo que deseamos medir cuando hablamos de desigualdad, y lo otro es nuestra capacidad para medir aquello.
El indicador que se usa habitualmente para realizar comparaciones internacionales es el índice de Gini, un indicador que fluctúa entre 0 y 1. El valor más bajo posible representa a una sociedad en la que los ingresos totales se reparten en forma igualitaria. A su vez, el más alto, a una en que una sola persona se lleva todos los ingresos.
De acuerdo a estimaciones del Banco Mundial, el Gini de Chile, considerando ingresos después de impuestos y de transferencias del Estado, es aproximadamente 0,45. En una lista de 91 países que tienen datos comparables en el tiempo, Chile ocupa el puesto 73 entre los más desiguales en el promedio 2010-2019. En esa misma lista, ocupaba el puesto 81 en 1990-1999, con un Gini de 0,56. Así, de acuerdo con estos indicadores, Chile es un país muy desigual en términos relativos, pero que a la vez ha avanzado algo más rápido que otros en su reducción.
Detrás de este indicador, y de todos los demás que se utilizan para medir desigualdad, hay una concepción de bienestar social que se desea capturar. En particular, está la idea de que, dado un nivel de ingresos totales, a la sociedad no le da lo mismo cómo se distribuyen esos recursos.
Cuando se trata del Gini, implícitamente lo que más importa es la situación de ingresos de los grupos medios. En otras ocasiones, lo que se desea determinar es cómo están, en términos relativos, los grupos en los extremos (los que ganan más versus los que ganan menos). En buena parte, la preocupación por una alta concentración en la porción de más arriba de la distribución se relaciona con sus posibles efectos sobre la democracia (esto es, por lo que el dinero puede comprar: influencia política, medios e ideas, entre otros), además de la inercia que imprime en la desigualdad a través de generaciones.
Las encuestas de hogares, como la Casen, sobre las que se basan las estimaciones habituales del Gini, no son capaces de capturar la concentración en la parte alta de la distribución, porque no suelen representar al pequeño grupo de personas más ricas y porque a la vez tienen dificultades para capturar los ingresos del capital.
Integrando datos de cuentas nacionales, declaraciones de impuestos y encuestas de hogares para corregir estos problemas de medición, el equipo del World Inequality Database estima que el 1% de mayores ingresos en Chile se lleva aproximadamente un 27% de los recursos, fracción que ha permanecido bastante estable desde 1990. Esta concentración es similar a la de América Latina (25%) y está muy por sobre la de países desarrollados, que fluctúa en torno al 12%. El Banco Mundial hizo hace unos años este mismo esfuerzo con el objeto de corregir el Gini, obteniendo que, en 2013, en Chile este no era de 0,5, sino que de 0,59.
A pesar de las dificultades de medición y de la diversidad de indicadores que se pueden usar, es posible concluir que la desigualdad en Chile es alta y que no ha dejado de serla. Y si bien la ciudadanía está en su gran mayoría de acuerdo con la idea de que las personas que trabajan duro merecen ganar más, prácticamente todos están de acuerdo o muy de acuerdo con que las diferencias de ingresos en el país son muy grandes (un 90%, según reporta el PNUD en su libro Desiguales, del 2017).
La desigualdad de ingresos, por lo demás, no es el único aspecto que molesta. También están las diferencias en el acceso a una salud oportuna y a una educación de calidad, y la vivencia de malos tratos y discriminación debido a causas que están fuera del control de las personas (el aspecto físico, el origen socioeconómico, el género y el lugar de residencia, entre otros).
El país tiene mucho que avanzar en los distintos ámbitos que abarca la desigualdad y debe hacerlo por múltiples motivos, incluyendo sus efectos en la cohesión social. Elevar sustantivamente el gasto en transferencias monetarias a las familias, y rediseñarlas, imprimir progresividad al sistema tributario, agregar solidaridad a la seguridad social, revisar los mecanismos de provisión de lo público y procurar más competencia en los mercados, son solo algunas posibilidades. Se trata de instrumentos que los países desarrollados a los que tanto admiramos usan extensamente para reducir la desigualdad. Podemos aprender de ellos.
Andrea Repetto