La omnisciencia es una ilusión porque la conciencia del otro nos es desconocida. Sabemos que la tiene, sabemos que es semejante a la nuestra, intuimos ciertos contenidos porque la otra persona los comunica a través de su lenguaje verbal y corporal, pero nunca podemos estar seguros de la totalidad de esa conciencia, nunca podemos tener certeza de sus contenidos, nunca, ni siquiera, podemos saber, a ciencia cierta, que lo que nos comunica el otro es verdad. El otro no tiene una conciencia transparente, sino opaca.
En las relaciones humanas —llenas de equívocos— es conveniente siempre tener en cuenta esa opacidad y, por lo mismo, cuán importante es la comunicación, ensayada una y otra vez, en un ir y venir constante, para tratar de aproximar dos conciencias similares pero diferentes y cerradas a la mirada.
La literatura es el arte, por excelencia, que busca escudriñar la conciencia ajena, entrar en la subjetividad del otro, describirla, narrarla, exponer sus matices, sus encuentros y desencuentros. Quizás nos acercamos a ella por eso mismo, porque proporciona una ventana a la interioridad del otro que la vida mantiene velada. Uno de los recursos, nunca abandonado, que dispone la literatura para indagar la conciencia del otro es la omnisciencia: supone ficticiamente un narrador con la potestad que nadie tiene, la potestad de conocer la conciencia de sus personajes, incluso mejor que ellos. Es maravilloso lo que grandes narradores han logrado usando la omnisciencia, con distintos grados y, sobre todo, cómo han logrado que los lectores confíen en ellos y acepten esta capacidad inexistente en la vida, un poder que jamás le reconoceríamos a una persona o grupo de personas, por sabios que fueran.
Es preciso tener en cuenta lo extraordinario de esa ficción y atemorizarse cuando alguien, fuera del arte, se la atribuye como si nada, como si fuera algo natural, sin asumir las limitaciones de su conocimiento del otro. Es una temeridad que arroja al que se la arroga a seguro fracaso.
La clase política chilena actúa ahora insensatamente como si estuviese dotada de una omnisciencia total. Con precipitación peligrosa interpreta a la ligera hechos que levantan innumerables preguntas y se dispone a actuar como si la conciencia de la ciudadanía fuese un escenario abierto y ellos una audiencia perfecta. Cuando correspondía, por una vez que sea, detenerse a reflexionar, en cambio, como el conejo de Lewis Carroll, anda siempre corriendo, incluso los que quieren andar más despacio. Por favor, más humildad, prudencia en vez de omnisciencia, reflexión en vez de acción presurosa. Se cacarea sobre el escuchar, pero no se escucha, se sentencia cuando lo que se necesita es abrirse a las dudas antes de ensayar respuestas a esas dudas. Lo otro es tontera arrogante.