Durante todo un año tuve que habituarme a Santiago e ir muy poco a las dos ciudades que tengo en dirección al Pacífico, Viña del Mar y Valparaíso. Siempre me he sabido habitante tanto de este como de aquella, y ahora, aunque sea un poco a la fuerza, tuve que agregar una tercera que, a decir verdad, nunca me ha gustado mucho. He incurrido, en consecuencia, en una flagrante poligamia urbana.
Me gusta reconocer que resido en Viña del Mar y que vivo en Valparaíso, pero hay que ser justos con la primera. Aunque desde hace años tan a la baja como el propio Valparaíso, la vegetación de calles y jardines del barrio en que resido gratifica a quienes pasan por allí, como si se tratara de jardines ciudadanos que se dejan crecer hasta la calle, interrumpiendo el paso de transeúntes que de otro modo no repararían en ellos.
Me maravilla que las cochabambinas que trepan en algunos jardines de mi barrio viñamarino conserven su flor hasta después del verano y nos hagan sentir como si nunca hubiéramos dejado atrás esa estación. La que crece en el jardín contiguo al mío recibe siempre parte del riego que doy a mis propias plantas, como muestra de una bien asumida solidaridad vecinal. Por el lado posterior de nuestra casa, las guías de los jazmines que crecen pegadas a una pared divisoria son tomadas por otro vecino y trenzadas con sus propias manos en la madera que separa ambos jardines. Es de ese modo como se forma una activa y silenciosa comunidad que va más allá del tema de la seguridad que obsesiona a todos. Si compartimos alarmas, ¿por qué no hacerlo también con las flores?
¡Ni qué decir de cuánta es la nostalgia que un porteño puede sentir por el mar! Por las idas y venidas de sus calmas y bravuras, por sus continuos cambios de color, porque salpica en la cara cada vez que las olas rompen contra una roca cercana, porque el sonido que emite nunca es el mismo, porque hace de espejo del sol y de la luna, porque se tiñe del color ocre de las quillas de las embarcaciones posadas en él, porque bajo su rizada superficie se esconde una impresionante cantidad de vida, rica, diversa, en peligro, y porque se puede ingresar a él y experimentar la brusca sacudida del frío que desaparece luego de tendernos un rato sobre la arena.
¿Por qué no nos estaremos quietos y satisfechos en un mismo lugar, sin desgarrarnos por otro al que también pertenecemos y del que nos hemos alejado transitoriamente? ¿Por qué los traslados impacientan el corazón? ¿Por qué la itinerancia causa tanto desasosiego?
Es cierto que el mundo andaría mejor si cada uno de nosotros se quedara en casa, y en lo posible dentro de su propia habitación. Es en ese retraimiento que podemos escuchar mejor nuestras voces interiores, si bien los cafés, cuando se encuentra una mesa apartada y silenciosa, cumplen también ese mismo papel. Nada mejor que un café para iniciar una franca conversación con uno mismo.
Retornaré a Viña del Mar y a Valparaíso. Vivir es regresar, pero me pregunto si alguien que ha sido de dos ciudades puede pasar a serlo de una tercera. ¿Y por qué no? Pero, al menos en mi caso, Santiago tiene todavía muchos méritos que hacer. Con el centro de la capital devastado, solo cabe mantener la esperanza en la recuperación de ese espacio, cuyo problema no es el acceso a él de personas que antes no circulaban allí y que permanecían invisibles en sus poblaciones o en los países de que provienen, sino la suciedad, la impresionante cantidad de negocios cerrados o directamente abandonados, y un comercio callejero fuera ya de todo orden y control. No parece lejano el día en que alguien instale un sillón de peluquería en pleno Paseo Ahumada y ofrezca cortar el pelo o, incluso, el de un dentista para atenciones de urgencia a los transeúntes.