Confieso que, matices más, matices menos, me gusta la Constitución vigente; por eso voté Rechazo en el plebiscito de entrada, y perdí. Si todos opinaran como yo, propondría hacerle solo algunas modificaciones. Pero somos muy diversos y pensamos distinto. Aquí no se trata de nuestros gustos particulares, sino de Chile.
Nos hallamos en un momento muy especial. Nunca en nuestra historia ha habido un consenso tan amplio y multiforme como el que se expresó el pasado 4 de septiembre. ¿Vamos a desperdiciar este instante único? Además, ¿dejaremos de lado el hecho indesmentible de que muchos votantes del Apruebo son críticos del borrador descartado y valoran la rica herencia constitucional chilena? Después de dar muchas vueltas, nuestra historia nos regala otra oportunidad. Quizá no la merezcamos, pero aquí está.
Aunque me gusta la Constitución vigente, me gustan mucho más esas banderas chilenas desplegadas; el anhelo de paz y entendimiento, y el hecho de que sea la política y no el dogmatismo o la violencia quien tenga el papel protagónico. Nuestra denostada política se alza sobre el octubrismo y la intolerancia: es posible conseguir cambios con estabilidad y certeza.
Tenemos una oportunidad inédita, nunca vista en los últimos cien años, pero en este horizonte de esperanza aparecen algunos nubarrones. Se nos insta a “sacarle partido a la victoria”; a pensar en el corto plazo; a aprovechar la posibilidad de humillar al vencido. La naturaleza humana es débil y hoy nos vemos tentados por el ánimo de revancha; en suma, por el frenteamplismo de derecha.
Por supuesto, La Moneda no puede imponer los términos de este debate. Se han equivocado los dirigentes oficialistas que han intentado hacerlo estos días. Pero eso no significa que haya que poner al Gobierno entre la espada y la pared. Gabriel Boric está en una situación muy difícil, sufre la constante presión de los sectores radicales y es el país el que pierde si su Presidente se hunde. Por otra parte, nada desea más la izquierda dura que mostrar que la derecha no cumple sus promesas, y poner así una cuña entre las fuerzas que buscan el entendimiento.
Otros piensan que no cabe suscribir ningún acuerdo constitucional mientras el Gobierno no asegure el orden público. El razonamiento correcto pareciera ser el contrario. Si las fuerzas moderadas son capaces de llegar a un acuerdo donde todas las partes deberán ceder —esto es política y no un juego de “cara o sello”—, entonces tendrán la legitimidad necesaria para exigirles a las autoridades que cumplan con su deber.
Se acerca el 18 de septiembre. ¿Acaso esa fecha no nos dice nada? Hay que llegar a una solución que armonice los dos plebiscitos: nueva Constitución, pero no ese borrador inaceptable. ¿Podemos ser tan frívolos como para pensar en nuestras personales preferencias en vez de poner las bases para que la siguiente generación haya superado nuestras desavenencias y pequeñeces y pueda concentrarse en resolver los gigantescos problemas que le habremos legado? Esta es la hora de la prudencia y la generosidad, que son los nombres actuales del patriotismo.
Una Constitución es un instrumento muy modesto, pero si es mala o no posee la legitimidad suficiente, puede causar grandes problemas. La que tenemos murió el 25 de octubre de 2020 por la voluntad del 78,28% de los votantes. Las trampas posteriores no cambian ese resultado. Ahora se ha abierto la posibilidad de tener otra. Quizá no será una maravilla, pero podría durar muchas décadas, tal vez un siglo. Eso sería algo maravilloso, incluso para un escéptico constitucional como el que escribe estas líneas.
Joaquín García-Huidobro