Masivo. Transversal. Inobjetable. Sobran los adjetivos para calificar el triunfo del Rechazo. Mientras pasan los días, abundan las explicaciones. Esta vez convendría ser cautos; no dejarse llevar por sobreinterpretaciones como las que dominaron la escena tras los sucesos de 2019, y que se estimaron ratificadas por los resultados del plebiscito de entrada y el inesperado ingreso de los independientes a la Convención. Haríamos mal, en breve, en pasar del “Chile despertó” para terminar con el neoliberalismo al que ahora lo hace para terminar con la “izquierda brahmán”, como la llama irónicamente Piketty.
Las encuestas (que esta vez no salieron tan mal paradas) han dado algunas luces sobre los motivos del Rechazo. Está el texto mismo. No era necesario leer su versión final; bastaba con haber visto y escuchado a los convencionales para formarse una idea y creer a las fake news. Brindaba cambio, pero no estabilidad. Protegía los derechos humanos, pero era indiferente a la demanda por seguridad y control de la migración. Ampliaba los servicios del Estado y las soluciones colectivas, pero no promovía la propiedad ni el esfuerzo individual. Y por encima de todo, instauraba la plurinacionalidad y la descentralización, pero se desentendía de lo más sagrado: el orgullo y la unidad nacional.
Más importante que el texto fue la Convención misma. Se eligió a gente común para evitar los vicios de los políticos, y el remedio resultó peor que la enfermedad. Fueron tantos los hechos bochornosos que es ocioso recordarlos. Mientras la población era sacudida por las urgencias de la pandemia y por la explosión de las inseguridades, los convencionales seguían pegados al “estallido”, rechazaban sin discutir las iniciativas contrarias a sus visiones, defendían causas particulares o planetarias para conseguir likes entre sus seguidores. Lo cual dio pie para que los grupos que nunca creyeron en la Convención la hicieran trizas, desde dentro y desde fuera. Para gran parte de los electores cualquier cosa que saliera de ahí, por defecto, debía ser rechazada.
Pesó también la contingencia, que en política lo es todo. Partió con algo que no estaba en los cálculos de nadie: una derecha que no alcanzó ni siquiera los dos tercios de los convencionales. Esto desquició el delicado mecanismo que se había construido para obligar al acuerdo y despertó la codicia de los triunfadores. Luego, tras la pandemia, llegó la inflación galopante, una delincuencia más agresiva y la cancelación de los retiros y del IFE. Esto hizo que la irritación de la población alcanzara su grado máximo. ¿A quién pasarle factura?: al Gobierno, a cuya cabeza estaba Boric y no Piñera, como estaba planeado. En las circunstancias originales, aun con la misma Convención y el mismo texto, el resultado pudo haber sido muy diferente.
La victoria del Rechazo confirma lo que ya se veía venir: que Chile ha entrado a un momento conservador: prioridad a lo que quiero proteger antes de lo que quiero alcanzar; demanda por figuras de autoridad (Congreso, políticos, expertos) por sobre figuras inspiradoras o gente como uno. El síndrome SOP: Seguridad, Orden y Pertenencia, por encima de un futuro por explorar.
¿Significa esto que las fuentes de malestar y los deseos de cambio se han extinguido y que el momento conservador llegó para quedarse? Hay que ser cuidadosos con este tipo de proyecciones. Lo mismo se imaginó, pero en sentido inverso, tras los sucesos de octubre de 2019, y miren dónde estamos.
El Rechazo ganó porque conectó con una particular atmósfera de opinión, la que puede desvanecerse tan fugazmente como llegó. Sus dirigentes harían mal, por lo mismo, en imaginar que pueden olvidar sus compromisos de campaña, o que fue la victoria de la agenda de Kast sobre la de Boric y llegó la hora del desalojo. Si así fuera, estaríamos pasando sin transición del “octubrismo” al “septiembrismo”.