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Editorial
Martes 13 de septiembre de 2022
Difícil aceptación de la realidad
Sin mayorías en el Congreso y con un bajo apoyo, la construcción de acuerdos supone renuncias programáticas relevantes.
No parece aún el Gobierno asimilar del todo el significado político profundo del pasado 4 de septiembre. En ese sentido, la reivindicación que hizo el Presidente Boric de Salvador Allende el domingo no deja de sorprender. No cabe duda de que el 11 de septiembre de 1973 y las consecuencias que produjo constituyen hechos dolorosos, que han dejado una herida histórica que aún no termina de cerrar. Sin embargo, ese proceso no se puede entender sin la Guerra Fría y la experiencia de los socialismos reales que, en ese entonces, aún aparecían como una alternativa a la democracia liberal. Hoy, caído el Muro de Berlín y acordado un juicio muy crítico respecto de los socialismos reales, un proyecto como el de la Unidad Popular carece de sentido. Esto no significa que, como se dijo después del fin de la Cortina de Hierro, la historia haya llegado a su fin. Con todo, hay proyectos políticos que tienen escasa cabida en la actualidad, si alguna, y el de Salvador Allende se inscribe en esa categoría.
Por cierto, el derecho a un pensamiento utópico existe, pero un Presidente en ejercicio debe tener un sentido profundo de la realidad. El proyecto constitucional que le fue propuesto al país tenía algo de esa aproximación quimérica, pero fue rechazado de manera abrumadora. Se intentan presentar distintas teorías respecto de las causas de ese rechazo, pero la más simple es seguramente la correcta: la ciudadanía no quiso apoyar el proyecto político que ahí se fraguaba. El Gobierno debe reconocer, además, que identificó explícitamente su programa con la propuesta de la Convención. Ha perdido así libertad para insistir en él. Esto, sin obviar también que su triunfo en segunda vuelta ocurrió, en una parte relevante, gracias a la moderación que el entonces candidato Boric observó en esa etapa de la campaña. Antes, la primera vuelta había entregado una advertencia clara: el programa de Apruebo Dignidad no concitaba suficiente apoyo. El plebiscito ha sido una enorme confirmación de esa realidad.
El cambio de gabinete incorpora algo de esa lectura —menos Apruebo Dignidad y más Socialismo Democrático—, pero las presiones internas y compensaciones que todo proceso de cambio político entraña parecen confundir, en ocasiones, al Presidente y a su equipo más cercano. La insistencia en que el resultado del pasado plebiscito no afecta la materialización de su programa es un reflejo de esto. O quizás se trata de una actitud de negación. De hecho, ha sido sorprendente la incapacidad de ver la realidad por parte de actores influyentes. Las razones que arguyen para explicar la derrota son, a menudo, insólitas. El Presidente no se ha sumado a ese coro, pero quizás algunos de esos argumentos le hagan sentido. También puede existir la esperanza de que en algún tiempo más la población cambie su postura. Después de todo, en la política nacional parecen existir movimientos pendulares, pero quizás el rasgo más claro es que la ciudadanía aspira a grandes acuerdos.
Sin mayorías en el Congreso y con un bajo apoyo, ese camino de construcción de entendimientos es el que debe seguir el Ejecutivo. Y eso supone renunciar a una parte de su programa. En caso contrario, habrá choques inevitables con el Congreso, que impedirán plasmar reformas largamente anheladas por la población. En momentos difíciles como los que está viviendo el país, la demanda ciudadana por certezas y seguridades solo crecerá. Y si los avances son nulos, al igual como ha ocurrido en el pasado, las responsabilidades recaerán principalmente en el gobierno de turno. En la política contemporánea, el tiempo de los grandes proyectos globalizantes llegó a su fin. La demanda es por soluciones inteligentes a problemas que afectan la vida cotidiana de los ciudadanos. Y los gobiernos no pueden dejar de estar atentos a ello.