El contundente triunfo del Rechazo tiene una enorme trascendencia para la salud cívica de Chile. Hizo retroceder el miedo que, por efecto de la violencia y la extorsión asociada, condicionó la vida nacional desde octubre de 2019. El plebiscito descartó el proyecto de Constitución elaborado por la Convención y apoyado por el Gobierno, lo que dejó de manifiesto que la sociedad ha empezado a recuperar la confianza en sí misma y en su capacidad de autoprotección.
El Rechazo fue una forma de legítima defensa frente a una propuesta que incluso proponía crear 11 naciones dentro del territorio. Fue también la suma de los rechazos acumulados frente a los estragos causados por la combinación de la violencia y el populismo.
Aunque no se ha despejado completamente el horizonte, Chile está ahora en mejores condiciones de recuperar el pulso normal y mirar más allá de los escarceos de la clase política, en cuyo seno tienden a predominar el ensimismamiento y el cálculo de intereses. Se ha ensanchado la posibilidad de que crezca una poderosa corriente de regeneración democrática que ayude al país a recobrar el equilibrio y a potenciar sus energías creativas. No son pocas las dificultades, como está a la vista en la economía, pero algo queda claro de la experiencia de este período: el escepticismo no lleva a ninguna parte y el pesimismo es una pérdida de tiempo.
No queda sino batallar para que el país no vuelva a ser llevado al borde del barranco. Ojalá los partidos se dispongan a examinar seriamente lo ocurrido desde la revuelta, con el fin de promover acuerdos que resguarden la estabilidad y la gobernabilidad. Ello exige, sin embargo, una mínima actitud autocrítica. El fracaso del experimento de la Convención dejó al descubierto que los graves errores cometidos por el Congreso y el gobierno anteriores tuvieron un costo demasiado alto como para aparentar que aquí no ha pasado nada. La verdad es que han pasado demasiadas cosas, y es preferible no esquivar las responsabilidades.
Los partidos de gobierno y de oposición tendrían que darse cuenta, por lo menos, que es equívoco hablar de “continuidad del proceso constituyente”, puesto que este concluyó legalmente. Además, ¿cómo entender la supuesta continuidad si el núcleo del proceso fueron la malhadada Convención y el proyecto rechazado por los ciudadanos? El debate constitucional no se cierra, obviamente, pero hay que evitar nuevas formas de extravío. Los ciudadanos no son conejillos de Indias. Sin embargo, el juego partidista de estos días gira en torno a un segundo pie de la cueca, lo que parece sugerir que el Congreso podría convertirse definitivamente en un órgano promotor de convenciones. Todos los partidos tienen dudas al respecto, pero ninguno se atreve a reconocerlo. Optan, en cambio, por proponer reglas que saben que son inaceptables para los otros. Pequeña política. El país parece una fotografía.
El miércoles 7, la ministra Ana Lya Uriarte comunicó que el Gobierno solo acompañará el diálogo constitucional iniciado en el Congreso, y que no estará emitiendo opinión. Al día siguiente, dijo que el Gobierno espera una Convención con una hoja en blanco, paridad, escaños indígenas e independientes. Desconcertante, por supuesto. La ministra Carolina Tohá, por su parte, pidió una nueva Constitución antes de que se cumplan 50 años del golpe de Estado. No es claro en qué están pensando realmente en La Moneda. ¿Quizás en una nueva estrategia para aprobar algo parecido al proyecto por el cual el Gobierno hizo hasta lo indebido? ¿Cuál es la idea para 2023? ¿Que el país se polarice entre pinochetistas y allendistas?
Lo primordial es el futuro de la democracia, y ello se vincula a la lealtad con sus normas y procedimientos. Por eso fue tan perniciosa la idea del “parlamentarismo de facto”, propuesta por un senador que no se daba cuenta de lo que implica validar las soluciones de facto, lo que en la Convención se expresó, por ejemplo, en la consigna de la refundación de Chile. Allí, quedó en evidencia que numerosos convencionales no solo no creían en la democracia representativa, sino que incluso no creían en Chile. Es hora, pues, de poner atajo a la metodología oportunista, que consiste en tomar de la democracia la parte que conviene y darle la espalda a todo lo demás. En tales circunstancias, ninguna Constitución puede tener eficacia.
La política debe hacerse respetable a los ojos de los ciudadanos. Esperemos que las lecciones que van quedando sirvan para que el Gobierno, el Congreso y los partidos actúen con sentido nacional. La primera exigencia es defender la paz interna. No puede haber vacilaciones respecto de la obligación del Estado de frenar los actos antisociales y asegurar la vigencia de la ley en todo el territorio.
Sergio Muñoz Riveros