“No he querido saber; pero he sabido”, así principia “Corazón tan blanco” (1992), sin duda la más famosa de las novelas que escribió y la que refulge como una de las cumbres de la literatura en español. Fue un escritor temprano, como lo prueba el hecho de que recién a los 19 años publicó su primera novela —“Los dominios del lobo” (1971)— y de ahí en adelante, hasta que la muerte lo alcanzó ayer, su obra novelística completó casi la veintena y los artículos que publicaba en El Semanal, varios volúmenes.
Pero no solo ha muerto un escritor. Eso es frecuente.
En este caso, y esto sí es infrecuente y raro, ha muerto un escritor brillante que exploró, como casi ninguno, la ambigüedad de la condición humana.
Si hay algo que asoma en cada una de sus obras es una conciencia agudizada de que el lenguaje que empleamos, los gestos que realizamos, las vidas que vivimos y el recuerdo que dejamos en los demás son apenas un perfil dibujado de sombras. Una de sus obras más notables —“Tu rostro mañana” (2002)— se inspira, como buena parte de sus títulos, en una frase de “Enrique IV”, de Shakespeare, cuya efigie llevaba siempre en el prendedor de la solapa: “¡Qué deshonra es para mí recordar tu nombre! ¡O conocer tu rostro mañana!”.Y las primeras líneas subrayan el tema que lo acompañó hasta el final: la imposibilidad de contar. Porque la existencia humana es tan incierta, tan expuesta a circunstancias que la voluntad de cada uno no logra controlar, tan dominada por factores que ignoramos, tan distante de la que creíamos tener, que es mejor casi siempre guardar silencio, porque cualquier cosa que digamos o será incompleta (y por lo mismo, alguien podrá enmendarla mañana) o constituirá un error (del que alguna vez nos arrepentiremos).
Toda su obra constituye una exploración de ese rasgo que nos constituye y que, bien mirado, es la fuente de nuestra libertad. Porque si esa ambigüedad no existiera, si cada cosa que dijéramos o hiciéramos quedara expuesta en forma flagrante para siempre, sin nunca poder emboscarse en la ambigüedad, entonces nadie haría o diría nada por el miedo a incurrir en un error que no sería susceptible de ser enmendado. Pero hacemos y decimos cosas, o las escribimos, o prometemos hacer esto o aquello a sabiendas de que, en el fondo, si lo que escribimos merece enmienda, o lo que prometemos, arrepentimiento, algún día nos será permitido enmendar o arrepentirnos. Es esta convicción de Marías la que explica la aparición en su obra novelística de espías y de personas que llevan consigo una doble vida, una vida cuyo rostro mañana será otro. Y eso es lo que hace que quien se lanza a leerla asista entonces a una trama que lo mantendrá en vilo no porque la imaginación de Marías lo entretenga, sino porque ella, con sus frases largas que se equilibran hasta lo imposible, le muestra una dimensión de sí mismo que nosotros, los lectores, demasiado confiados en la integridad de la memoria y en nuestra capacidad de narrarnos, solemos olvidar.
Fue hijo de Julián Marías, a su vez discípulo de Ortega, recluido y puesto al margen de la universidad por el franquismo, lo que lo obligó a enseñar en los Estados Unidos. La injusticia que padeció su padre la recogió en “Tu rostro mañana”; y fue la que le permitió adquirir tempranamente el inglés y enseñar en Oxford (“Todas las almas”, 1989). A él se debe la versión en español de “Tristram Shandy”, de Sterne, de “El espejo del mar”, de Conrad, de algunos poemas de Stevenson, y a él se deben, también, algunas de las más brillantes reflexiones sobre el misterio de la lengua.
Era esa condición ambigua de la existencia, esa incertidumbre que nos impide narrar la vida que vivimos, lo que paradójicamente lo movió a escribir novelas. Porque, como expuso en “Negra espalda del tiempo” (2006), reproducir la experiencia, contar lo que hemos vivido o lo que somos, solo es posible como invención. Es la única manera de que lo dicho no dependa de ninguna verdad exterior. Es solo la invención la que nos permite decir, sin duda alguna, lo que Marías a contar de ahora podrá decir sin temor a equívocos o enmiendas: así fue como viví.
Carlos Peña