Por predecible que sea la muerte de una persona a los 96 años, la de la reina Isabel da una pena inmensa. Se pierde como referente a una de las personas más sólidas y confiables que ha habido en el mundo entero.
Nos quedará en el recuerdo su maravillosa sonrisa. Una sonrisa llana, amplia, al borde siempre de la risa plena. Una sonrisa que acogía a la gente con alegría y dulzura. En un mundo donde es tan común la sonrisa forzada, falsa, esa sonrisa tan natural, tan espontánea de la reina era finalmente su marca, su sello. Reflejaba a una persona en absoluta paz consigo misma, por no tener nada que esconder, por no tener nunca la necesidad o inclinación de jactarse de nada, por ser humilde, sin pretensiones, por saber que siempre había cumplido con su deber.
La última vez que vimos esa increíble sonrisa fue cuando la reina recibió a Liz Truss como Primera Ministra, hace apenas dos días. Ese día desde su cara irradiaba la sonrisa de una mujer que había acumulado nada menos que 70 años como soberana, y que estaba nombrando a su decimoquinto Primer Ministro al fin de un reinado en que había coincidido como Jefa de Estado con catorce presidentes de Estados Unidos. Una sonrisa merecida como ninguna.
La reina tenía intereses personales que para ella eran muy importantes. Su familia, sus jardines, sus perros Corgi, sus caballos. Pero su fuerza y entereza como soberana residía en que nada personal se entrometía en su deber. Siempre primaba la institución. Es un gran ejemplo ella para aquellos que se creen más que las instituciones. Por algo en el Reino Unido la monarquía es inmensamente popular. Prácticamente no existe el republicanismo. Por algo la monarquía ha sido tremendamente eficaz en canalizar los enormes cambios que se han dado en la sociedad durante los últimos 70 años; no solo la británica, claro, sino la del mundo entero.
La reina le dio al Reino Unido una gran estabilidad intergeneracional durante un largo período que empieza cuando ella todavía presidía nada menos que un imperio. Y esa estabilidad se debe mucho al hecho de que nunca cambió los ritos de la monarquía, por antiguos que fueran. Para un extranjero esos ritos pueden parecer exóticos. ¡Tanta ceremonia arcana, tanta gente disfrazada! Pero son ritos que recogen siglos de sabiduría pasada. Permiten que los británicos no se sientan efímeros y transitorios, sino parte de una epopeya larga y antigua. Permiten disfrutar de la confianza, la solidez que dan las repeticiones milenarias. Confianza para de allí crear futuro.
Nada de lo cual funcionaría, claro, si la reina hubiera sido personalista, si hubiera querido imponer particularidades propias. Gracias a su vocación institucionalista, la reina permitió que cambios profundos como el Brexit, por ejemplo, no perturbaran mayormente la estabilidad del país. Por algo hasta los escoceses independentistas no pretenden abandonar la monarquía.
Siempre atesoraré las breves instancias en que pude estar con la reina. Descubrí lo cariñosa que era; su prodigiosa memoria —estaba muy informada tanto de uno como de Chile—, su cariño por nuestro país, los buenos recuerdos que tenía de cuando nos visitó en 1968, y su enorme sentido del humor, porque detrás de esa implacable seriedad había una gran alegría.
Está muy clara la sucesión y tiene muy buena cara. Primero Carlos y después William. Carlos ha sido un hombre visionario. Fue pionero en temas de medio ambiente, de cambio climático. Las comparaciones que se harán con una mujer tan única como fue su madre serán un desafío, pero confío que lo sorteará con éxito, en lo que será un período de reflexión en Reino Unido.
David Gallagher