Ser soberbio en la hora del triunfo no solo es bien poco elegante (y los dioses castigan con deleite a los jactanciosos), sino que además quedan muchas barreras para volver a enrielar al país. El mensaje enviado por el Chile posplebiscito es que lo que se rechazó fue una versión de Carta que poco y nada tenía que ver con la Constitución de un país democrático; ninguno que reconozcamos como de relativo éxito —lo más que se puede pedir en la vida humana— ha tenido la frivolidad de darse este tipo de ley fundamental. Esta advertencia en Chile llegó a oídos sordos por el ensimismamiento de la Convención. Los que ahora debemos escuchar esto somos nosotros.
¿Qué resta? Que el Presidente y los líderes parlamentarios recojan los fragmentos y rearmen al país retornando a su origen, el espíritu del 15-N —en esos días bien pronto abandonado—, y propongan un nuevo camino, coherente con las potencialidades de las democracias reales y con la historia de Chile. Junto con ello, se debe hacer un esfuerzo hercúleo por tratar de apaciguar a un país que seguía en el vuelo insurreccional en algunos sectores, y en desgranamiento de su tejido social ante la ingobernabilidad e inseguridad, todo ello acompañado de una insurgencia de las más graves de su historia, escudada en una minoría exigua que poco la comparte y además la padece. La fase de la “violencia aguda”, expresión favorita de los comunistas, habrá pasado, pero falta todavía alcanzar ese precario estado de equilibrio que otorga una cierta tranquilidad, como las que trajeron los plebiscitos de 1988 y 1989 (la gente lo ha olvidado). Para ello se debe acometer lo que nos demanda el varias veces citado maestro Ortega y Gasset, que la gran política es llevar a cabo la “revolución y la contrarrevolución” en un solo acto. En esta etapa, solo queda sellar la última fase, que además se le ha prometido al país.
Chile ha demostrado en los últimos 40 años que, desde la confrontación, se pudo avanzar a la cooperación dando respuesta a los desafíos institucionales, sociales y económicos. Lo que falló fue algo diferente, de lo que se ha hablado mucho en estas páginas. Existen eso sí factores nuevos de envergadura que son duros de roer, de larga duración, no exclusivamente chilenos, por cierto, pero que se descargaron con el país con impactantes consecuencias. Nombro a dos de ellos.
En primer lugar, las mudanzas de ánimo del electorado, que no es una cosa puramente política, sino que está anclada en una especie de anarquismo espontáneo de las masas. Gobiernos elegidos con sólida mayoría ven su legitimidad práctica evaporarse de la noche a la mañana y cualquier furor popular pasa a expresarse en la calle. No está ajena a la crisis de autoridad (poder siempre lo habrá), que hace que se mire con desdén y rigor puritano a todo funcionario electo o nombrado. Se trata del “malestar con la política”, que compartimos con las democracias de nuestro tiempo, desafío de largo plazo.
Lo segundo, en un plano más etéreo pero a la vez más denso, se enseñoreó del país una contracultura propia al mundo contemporáneo —nada que ver con lo autóctono—, airada por el costo y el shock cultural de la modernización. Logró empapar por año y medio a una gran mayoría del país, intentando una minoría no tan pequeña un conato revolucionario/cultural. Pero aquí viene el problema, se exigen de manera inmediata todos los frutos de la modernidad económica que solo los puede entregar su capacidad productiva, como en parte efectivamente se hacía en el Chile del cambio de siglo. La política tendrá que lidiar con este estado de ánimo. Hay tiempo para meditar y actuar, en medio del sosiego que como tregua concedieron los chilenos.