Hoy culmina un proceso que penosamente simbolizó la degradación de lo público y de nuestras instituciones republicanas.
Convocada bajo una fórmula electoral que mutó respecto de lo originalmente pactado, fraguada al amparo de la desesperación y la falta de convicciones para defender los valores de la democracia representativa, la Convención estuvo mayormente integrada por miembros antisistema. Vaya paradoja. Estaban llamados a resolver las bases de nuestra institucionalidad y, en vez, se dedicaron a demolerla, como si fuera el corolario institucionalizado de la destrucción de las veredas, el Café Literario, iglesias, los barrios y sus emprendimientos, y del espacio y convivencia pública en general. La Convención, en su performance y resultado, tuvo por finalidad significar institucional, política y culturalmente la anomia y el levantamiento violento contra el Estado de derecho y lo establecido. La deliberación razonada nunca fue un medio ni un fin para la Convención. Lo de ella no era relevar la democracia representativa, sino derribarla. Su leitmotiv fue instalar nuevos conceptos refundacionales y peligrosos. Crear, por el solo hecho de su existencia y como si ello fuera posible, una nueva realidad, plurinacional, a la que debía someterse la ciudadanía por el solo hecho de haber votado Apruebo en el plebiscito de entrada. La soberbia fue lo suyo.
Mediante un relato persistente y cargado de simbolismos, considerados necesarios e imprescindibles para instalar las nuevas concepciones, la Convención despreció una y otra vez la discusión profunda y reflexiva y los aprendizajes institucionales centenarios. Banalizaron y “emocionalizaron” la República, de la mano del ímpetu refundacional. Aquel dibujo, en que el convencional Bassa (vicepresidente de la Convención) junto a Elisa Loncon (presidenta de la instancia) veneran la toma del monumento de Baquedano, bajo un cielo enardecido fruto de una ciudad incendiada por la violencia y la destrucción del patrimonio público, y coronado por una bandera que identificaría al pueblo mapuche, es el mejor símbolo de lo que la Convención intentó: desdibujar bruscamente a Chile.
Por eso hoy tan solo un 12% de las personas se identifican plenamente con su trabajo. Llamo la atención, no obstante, de que no se trata de un porcentaje demasiado bajo, de manera que es un fenómeno al que no hay que dejar de prestarle atención. Pero prestarle atención no significa acomodarnos a esa realidad, como si fuera ineludible e incontrolable. Equivocadamente, me parece a mí, es lo que intentan hacer quienes se inclinan a regañadientes por el Apruebo movidos por la emoción o por expiar un sentimiento de culpa, sobre todo de cierta élite, que ve en la propuesta un gesto reparatorio, sin advertir que su “nobleza” solo hundirá a los más vulnerables.
Por el contrario, creo que ha llegado el momento de que el país se espabile y dé un contundente portazo a la violencia como método de acción política y a los monopolios estatales para la provisión de derechos sociales, anhelados, pero sobre la base de una institucionalidad que reafirme nuestra democracia representativa liberal y las posibilidades de progresar, dando cabida a la sociedad civil para colaborar y ampliar las libertades de las personas, cuestiones que no hace la propuesta constitucional. Es hora de poner un freno a las ideas “revolucionarias” que en realidad entierran la verdadera revolución de la libertad que significa la igualdad ante la ley, y de detener las concepciones maximalistas que inspiraron a la Convención y a las que, lastimosa y erradamente, se plegó, sin pudor alguno, el Gobierno que había de serlo de todos.
Esto no es personal. No es de los unos contra los otros. Todos somos chilenos y a todos nos anima nuestra patria y la perspectiva de una sociedad libre y respetuosa en torno a la cual debiéramos unirnos, construir y encauzar razonablemente nuestras diferencias. Pero ello será muy difícil alrededor de un Chile identitario, plurinacional y en permanente conflicto, con autoridades sin herramientas, asambleísta y empobrecido, que no cree en las personas ni en las asociaciones libres que ellas forman como motores principales del desarrollo y el cambio y como agentes colaboradores los unos de los otros y del Estado.
El voto es la herramienta con la que contamos los ciudadanos, todos por igual, para decidir libremente si haremos juntos de nuestra dulce patria un buen camino y un mejor destino que aquel desestabilizador que nos ofrece esta propuesta constitucional. Tal vez tuvimos que pasar por todo esto para darnos cuenta de lo que está en juego y de lo que podemos perder. Espero que Chile dé muestras de haber aprendido la lección.