Su nombre nunca fue realmente conocido sino hasta después de la muerte del maestro al que sirvió por más de veinte años. Fue entonces que los otros supieron cuánto había aportado a la obra del gran hombre y cómo, a décadas de su desaparición, era la obra misma la que ahora le aprisionaba, la que le convertía en su esclavo…
Parece argumento de cuento, pero en el fondo eso es lo que ocurrió con Leon Vitali, fallecido hace poco más de una semana, a los 74 años, después de una vida dedicada casi por entero a Stanley Kubrick, en calidad de asistente personal, director de Casting, archivero y un cuanto hay de otras ocupaciones desempeñadas de forma semianónima, sin otra ambición que la de estar cerca del genio, verle trabajar, pensar, rabiar y frustrarse, antes de entusiasmarse otra vez con un nuevo proyecto, y con otro, y con otro. Vitali le acompañó a sol y sombra desde el rodaje de “Barry Lyndon” en adelante, a través de la filmación de “El resplandor” y “Nacido para matar”, el naufragio de “The Aryan Papers” (que nunca llegó a rodarse) y el interminable trabajo en “Ojos bien cerrados”, que minó la salud y finalmente acabó con el legendario director.
Pero esa es solo la mitad de la historia: tras la muerte de Kubrick, Leon continuó supervisando las reediciones de los filmes y sus procesos de restauración, pero también las piezas gráficas, el márketing e incluso las licencias para el cine y la televisión. Desempeñó todos esos trabajos tal como le había enseñado su jefe, aplicándose con celo y una buena cuota de obsesión, haciendo honor a su nombre en sus feroces y amargos combates con la gerencia de Warner Bros. El resultado de todo ese proceso no tiene parangón.
Salvo quizás la de Charles Chaplin, ninguna otra filmografía de un genio del cine ha sido conservada por su propio equipo con tal nivel de calidad y maestría en la presentación, y por cierto, muy pocas cuentan con el grado de visibilidad y vigencia que actualmente disfrutan “2001”, “La naranja mecánica” y sus cintas hermanas, a décadas de sus respectivos estrenos. Si uno de los grandes temores de Kubrick era que su obra cayese en un paulatino olvido, gracias a la gestión de Vitali la accesibilidad de esos trece largometrajes puede darse por asegurada en lo que resta del siglo. Tal como aspiraba su creador, esas películas están vivas.
El punto es a qué costo. Según consigna “Filmworker” (2017) —notable documental dedicado a este “trabajador del cine”, como él mismo solía autodenominarse—, Leon bien puede haberse quitado unos cuantos años de vida en el esfuerzo: Kubrick le exigía un rigor similar al que ocupaba para sí mismo. Jornadas larguísimas aplicadas a incesantes negociaciones, supervisión y búsqueda de info, un ritmo extenuante que se aceleraba al máximo en los períodos de preproducción de las películas. Fue así como descubrió entre decenas de postulantes a los inolvidables Danny Lloyd (el niño de “El Resplandor”) y R. Lee Ermey (el sargento de “Nacido para matar”); fue así, también, como logró afinar el complejo traspaso al digital de las películas, a fines de los 2000, en ese momento clave en que el 35 mm estaba dejando de existir. Varios fueron los que entonces le acusaron de intentar adueñarse de la herencia kubrickiana y acomodarla a sus propios designios artísticos. No tenían idea de que la titánica tarea lo estaba consumiendo, literalmente. Llegó a pasar 40 kilos.
¿A título de qué tanta abnegación, esa fidelidad más allá de toda medida? ¿Estaba salvaguardando un legado, o era otra cosa?
El caso de Vitali no es aislado. En todas las áreas del arte existen personas —familiares, secretarios, archivistas— que cargan con el peso de asistir a grandes figuras durante su vida e incluso más allá de la muerte, desarrollando una relación que supera lo laboral para entrar en el plano de lo simbiótico, donde la propia voluntad se sumerge en la de un tercero. No todos resisten esa presión, esa demanda: el joven Truffaut intentó hacerlo con Renoir y Rossellini, pero el estilo de gestión de ambos acabó por agotarlo. Por el contrario, Dmitri Nabokov no solo tradujo al inglés las novelas rusas de su padre, sino que con el tiempo se convirtió en su más ferviente difusor. Neil Aspinall acompañó a los Beatles como roadie, luego asesor y finalmente presidente de Apple, pero cuando llegó al tope ya no había nada que administrar salvo una banda disuelta. Gary Graver fue por quince años camarógrafo de Orson Welles, pero casi todo lo que filmaron quedó inédito; “The Other Side of The Wind”, su gran proyecto conjunto, se estrenó en forma póstuma, cuando la antorcha había pasado a otros asistentes, igual de fieles y porfiados.
Acaso el destino de Vitali quedó trazado de manera irremediable el día en que Kubrick lo eligió para el papel del vengativo Lord Bullingdon, hijastro del protagonista, en “Barry Lyndon”. En el filme, Bullingdon no vacila un segundo en asestar el golpe de gracia a su padrastro, cuando ve la oportunidad. En la vida real, Leon pudo hacerlo muchas veces. El amor a su “padre fílmico” siempre pesó más.