La propuesta de nueva Constitución que votaremos el próximo domingo fue la respuesta que ideó el mundo político para encauzar la crisis política y social de octubre-noviembre de 2019. Los objetivos inmediatos se lograron: un Presidente que leyó mal el estallido logró terminar su período, y la crisis, si bien lejos de resolverse, se encauzó por un camino institucional.
El principal objetivo de la nueva Constitución fue fijar nuevas reglas del juego, un nuevo contrato social que recogiera el descontento que se hizo manifiesto con el estallido, una hoja de ruta para las décadas que vienen. A la luz de este objetivo, la propuesta constitucional aborda los temas relevantes: un Estado social de Derecho, descentralización, protección del medio ambiente, pueblos originarios y paridad.
El proceso constitucional tuvo disonancias notorias, pero el texto constitucional que produjo es mucho mejor que ese proceso y que la imagen —distorsionada, hay que decirlo— instalada por los partidarios del Rechazo.
Dado que ha sido virtualmente imposible avanzar de manera sustantiva en cada uno de los temas mencionados, aprobar la nueva Constitución constituirá un cambio de rumbo que responde al descontento que se manifestó con el estallido. Es cierto que el texto propuesto tiene bemoles: varias normas incluyen ambigüedades que se pudieron evitar y algunas de las que abordan temas relevantes se pasaron de revoluciones.
El acuerdo que alcanzaron hace dos semanas los partidos que apoyan al Gobierno (Socialismo Democrático y Apruebo Dignidad) se hace cargo de varias de las normas constitucionales que requieren ser modificadas. En caso de que gane el Apruebo, un referéndum posterior de un paquete de reformas podría ser la instancia que le otorgue el apoyo ciudadano amplio que requiere. En el caso de otras normas, las interpretaciones más extremas serán descartadas en las leyes de implementación que deberá aprobar el Congreso actual, cuya composición asegura los debidos equilibrios. Y en los pocos temas que quedarán pendientes, confío en que será posible convencer al Congreso (y a la ciudadanía) de hacer las reformas necesarias en un futuro cercano.
Si gana el Apruebo, ¿cuál será el resultado de la demandante agenda legislativa que impondrá el nuevo texto constitucional y de las reformas acordadas por los partidos de gobierno? ¿Primarán quienes creen que el texto constitucional son las tablas de la ley y que el programa de gobierno no debe adecuarse para obtener las mayorías parlamentarias que se requieren para llevarlo a la práctica? O, por el contrario, ¿veremos un Presidente que afianza su liderazgo con una convocatoria que va mucho más allá de sus cercanos y que adecua sus propuestas para lograr este objetivo? Son preguntas que ciertamente generan un grado de incertidumbre.
Sin embargo, me parece que la incertidumbre será mucho mayor si gana el Rechazo. Veremos reemerger los liderazgos de derecha sumergidos durante la campaña, que se han negado a articular cómo imaginan un nuevo proceso constitucional en el que volverían a tener poder de veto. ¿Es creíble que una derecha que siempre se opuso al Estado social de Derecho, la última vez durante la misma Convención, ahora lo apoye con entusiasmo? Es probable que una nueva propuesta termine respondiendo con excesiva timidez a los desafíos que enfrentamos.
Otro escenario posible es que la composición de una nueva Convención Constitucional vuelva a ser muy distinta a la esperada, quizás en qué dimensiones. Este, probablemente, sea el mayor riesgo asociado al triunfo del Rechazo.
En efecto, en buena parte de las elites políticas se ha instalado la idea de que la composición de la Convención Constitucional reflejó un momento de izquierdización extrema del electorado que ya pasó, y que una nueva Convención tendrá una composición que reflejará mejor las “reales preferencias” del país. Más allá de la similitud que tiene este argumento con el de un electorado “alienado” al que suele recurrir la izquierda más dura cada vez que los resultados electorales le son adversos, existe una interpretación alternativa de los resultados electorales fluctuantes de los últimos tiempos que me parece más plausible.
Esta interpretación es que existe una parte importante del electorado que no opera en el eje izquierda-derecha, sino vota en contra de los partidos tradicionales porque los percibe distantes y ensimismados. La forma en que se manifiesta este descontento cambia de una elección a otra, dependiendo de las opciones disponibles. En la elección de convencionales se beneficiaron los independientes, los que fueron en las listas de los partidos y las listas exclusivas de independientes que se autorizaron de manera muy excepcional (Independientes No Neutrales y la Lista del Pueblo). En las elecciones presidenciales y parlamentarias del año pasado, en cambio, quienes se beneficiaron del sentimiento antipartidos fueron Franco Parisi, el Partido de la Gente, Republicanos y los partidos del Frente Amplio. Cabe recordar que Parisi obtuvo un sorprendente tercer lugar, con más votos que los candidatos de los partidos tradicionales de centroderecha (Sichel) y centroizquierda (Provoste).
Entonces, si gana el Rechazo terminaríamos o con una propuesta que se hará cargo solo de manera parcial de los desafíos, o con una propuesta que ni siquiera imaginamos y que reflejará alguna nueva manifestación del descontento del electorado con los partidos al momento de elegir a los nuevos convencionales.
El análisis anterior me lleva a votar Apruebo el 4 de septiembre. Es la opción que responde al descontento que se hizo evidente con el estallido y que define un camino para transitar a una sociedad más justa y con una mejor distribución del poder. No es un camino exento de riesgos, pero me parece que estos son mucho mayores si gana el Rechazo.