Se ha dicho con razón que “una semana es un tiempo muy largo en política”. Estamos ad portas de enfrentar la elección constitucional más importante de nuestras vidas. Los datos objetivos indican un resultado relativamente holgado para el Rechazo. Sin embargo, ninguna elección está ganada a priori; siempre existen factores de incertidumbre que son imponderables y todo dependerá de la capacidad de los partidarios de esta opción para incentivar el voto y velar por la corrección del proceso electoral como apoderados en los locales de votación.
El resultado de este plebiscito será trascendental, pues se juegan dos visiones antagónicas e irreconciliables de lo que debe ser el futuro del país. Por una parte, estaremos eligiendo si continuar con una democracia liberal representativa, con mecanismos para impedir el autoritarismo y los abusos de poder de quienes nos gobiernan, como la separación y equilibrio de poderes; un sistema judicial autónomo y políticamente independiente que garantice el imperio del derecho y la igualdad ante la ley; derechos personales constitucionalmente garantizados, especialmente aquellos referidos a la libertad de pensamiento, expresión y religión (que incluye la facultad de establecer proyectos educacionales coherentes con sus creencias y la objeción de conciencia cuando sus convicciones son violentadas); el derecho de cada persona a perseguir su propio proyecto de vida, incluida la libertad de participar en la actividad económica sin monopolios estatales que la cohíban o la distorsionen.
Por la otra parte —como lo ha reiterado la mayoría de la Convención y está implícito en la coalición gobernante de Apruebo Dignidad y en el programa del actual gobierno—, si se Aprueba estaremos frente a la refundación del país; la nación de Chile será reemplazada por la plurinacionalidad, con múltiples naciones indígenas autónomas, altos grados de autonomía territorial, financiera y política y una serie de privilegios exclusivos, con sistemas jurídicos distintos, basados en “sus usos y costumbres” y al margen de la igualdad ante la ley. Se perderá también la independencia del Poder Judicial, que quedará sometido a un Consejo de la Justicia con predominio político, y la mayoría que tenga el Poder Legislativo lo podrá ejercer en forma iliberal y sin ningún contrapeso.
En materia de seguridad y orden público, los gobiernos carecerán de los instrumentos necesarios para controlar la violencia, pues no se podrán invocar ni el estado de emergencia ni la Ley de Seguridad del Estado.
Es efectivo que la nueva Carta establecería una serie de extensos derechos sociales y económicos adicionales a los ya existentes y exigibles judicialmente. El problema es que estos son dependientes de los crecientes recursos materiales necesarios para hacerlos realidad. La paradoja es que todas las disposiciones referidas a la economía, la ley laboral, el comercio internacional, el derecho de propiedad, de aguas y de concesiones mineras, entre otros, permiten augurar un panorama oscuro para la inversión y el crecimiento económico, sin el cual estas expectativas quedarán en el papel.
Ante una probable derrota, el Gobierno ha cambiado su estrategia y junto con apoyar el Apruebo en el límite del intervencionismo electoral o más allá, ha reconocido las deficiencias del texto y se ha comprometido a acordar ciertas reformas una vez aprobada. La pregunta (al margen de los cerrojos para reformar) es: ¿con qué legitimidad puede la clase política cambiar el contenido de un texto recién aprobado por la ciudadanía? ¿Por qué el Gobierno habría de querer cambiar un texto que es fiel reflejo de sus creencias y necesario para cumplir su compromiso electoral?
Al menos, si rechazamos la refundación, nos queda la esperanza cierta de escribir otra, “una que nos una”.