El 11 de agosto pasado, los partidos afines al Gobierno anunciaron que habían llegado a un acuerdo para reformar ciertos aspectos del proyecto constitucional, en caso de ganar el Apruebo. En síntesis, dieron a conocer modificaciones como el cambio de nombre del Sistema de Justicia; la reincorporación del estado de emergencia; la eliminación de la reelección presidencial, entre otros.
Se trata de cambios que no apuntan a las graves inquietudes que ha generado este proyecto. Es como si no se hubiese entendido que el tema que preocupa concierne al fondo de la propuesta, y no a una mera explicación de dudas para salir al paso de desprolijidades y contradicciones menores.
De ahí que, para acordar cualquier reforma posterior a una eventual aprobación del texto propuesto, es necesario examinar la esencia del proyecto, el que a todas luces apunta a la concentración en el Estado del poder político y económico.
Por lo pronto, se traza el camino con claras directrices: estatuye una Cámara de Diputados y Diputadas sin un Senado revisor y con amplias facultades legislativas. A la eliminación del Senado se suma el control político del Poder Judicial a través del Consejo de la Justicia. A ello se agrega la participación preeminente del Estado en las actividades empresariales, tanto para desarrollarlas por sí mismo como para utilizar su poder administrativo en el control y regulación de ellas. A este propósito concreto responde la designación de funcionarios políticos clave —defensorías— que vigilan el amplísimo concepto de defensa de los derechos de la naturaleza, o de la distribución de las aguas sin criterios técnicos, sino bajo la consigna política de un “derecho humano al agua”. Se agrega a lo dicho la Defensoría del Pueblo, organismo político encargado de cautelar la “protección de los derechos humanos” en general. Aquí caben, desde el derecho a la vivienda digna hasta el derecho a un comercio y a una remuneración justos. Estos son solo algunos ejemplos.
Entonces, ¿es modificable parcialmente este diseño? Sostenemos que cualquier reforma de fondo, de haberla, necesariamente heriría la médula del proyecto. Para decirlo en términos coloquiales, algo así como el juego de “los palitos chinos”.
Es ingenuo, en efecto, pensar que de consagrarse nuevamente la independencia del Poder Judicial quede eliminado el peligro de control político sobre los jueces, si el resto del diseño político para esta institución —especialmente las facultades del Consejo de la Justicia— queda igual.
Del mismo modo, si solo se restablece el Senado y sus facultades revisoras respecto de la Cámara, esta reforma será letra muerta si la propia Constitución consagra reglas obligatorias para el Poder Legislativo, como las asignadas a pueblos indígenas o a la propia naturaleza, cualquiera sea la facultad revisora.
Si se rectifica el concepto de “actividad privada subsidiaria”, en la que los particulares quedan subordinados al nuevo Estado Empresario, este cambio no tendría contenido si subsisten los enormes poderes entregados a funcionarios políticos, autorizados por la Constitución para intervenir, regular y controlar esas actividades, por medio de las “defensorías”.
Suponiendo que se restituye a los particulares el derecho sobre las aguas, pero subsiste su redistribución por funcionarios del Estado, la modificación no cumpliría ningún objeto y el riesgo de expoliación sería el mismo. Lo propio ocurre si se declara que los predios relacionados con personas indígenas serán expropiados por ley (y no por decisión administrativa), si la Constitución ya declara la preeminencia del derecho a restitución por sobre el de propiedad y esta declaración obliga al legislador.
Nada se saca, en fin, con garantizar a las personas el acceso a la justicia si, como está diseñado, no existen herramientas eficaces para ejercer los derechos individuales y defenderse de eventuales abusos y arbitrariedades del Estado. Cualquier cambio sería insustancial si permanece inalterado el catálogo de poderosas atribuciones entregadas a funcionarios dependientes del Estado, cuyas tareas de control y regulación vienen determinadas por la Constitución. La fuente de una posible discriminación y arbitrariedad estatal emana del propio texto. Y de invocar el Recurso de Protección como está diseñado, se advierte que, en el fondo, es un simple orientador del juicio ordinario en que deben discutirse los derechos; que el recurso de inaplicabilidad de las leyes puede ejercerse previa decisión de un tribunal y que las nulidades de actos del Estado y sus funcionarios son imposibles de plantear en los exiguos plazos que se establecen.
Todo quedó atado, y la esencia misma de esa arquitectura es el verdadero dilema que enfrentar a la hora de marcar Apruebo o Rechazo.
Álvaro Ortúzar Santa María
Abogado