La pandemia que hemos atravesado en los últimos años ha dejado varias lecciones relevantes en nuestro país. Una de las más significativas guarda relación con lo siguiente: la importancia de la colaboración público-privada a la hora de enfrentar graves problemas sociales. Si Chile logró manejar la crisis del covid de modo satisfactorio —altas tasas de vacunación y gestión adecuada de la red de salud— fue fundamentalmente porque en ella participaron y colaboraron una multiplicidad de actores: universidades, recintos de salud públicos y privados integrados entre sí, centros de investigación, y la lista podría seguir.
Paradójicamente, la Convención Constitucional ignoró este dato elemental que se desplegaba frente a sus ojos. En efecto, una de las ideas centrales que cruza todo el texto es precisamente esta: una elevada desconfianza respecto de todo aquello que no sea estatal, o que no esté rigurosamente controlado por el Estado. Se espera que el aparato público pueda hacerse cargo, sin demasiada ayuda, de las diversas y crecientes necesidades sociales; y, al mismo tiempo, se sospecha de los particulares. El Estado sería un ente puro, mientras que las asociaciones libres (la expresión es de Tocqueville) son consideradas con suma distancia. Así, las disposiciones relativas a educación y salud —por nombrar los dos ejemplos más significativos— ponen el acento en las atribuciones del Estado, y apenas prestan atención a otros agentes.
Esto es delicado por varios motivos. Por de pronto, la propuesta ignora que el Estado chileno no está en condiciones de satisfacer por sí solo las enormes expectativas sociales que pesan sobre él. Es más, por momentos, el aparato público enfrenta dificultades severas a la hora de cumplir con sus deberes más básicos. No se trata de caer en una crítica facilista del Estado, pero sí cabe constatar que no podremos sortear con éxito las enormes dificultades que enfrenta Chile con un solo instrumento.
Desde luego, al Estado le cabe un papel central en estos desafíos, pero requerirá de la colaboración de muchos otros actores que colaboren en la consecución del bien común. Para decirlo de otro modo, requerimos que todas las energías estén puestas a disposición del país: necesitamos sumar antes que restar. Esto tiene un fundamento antropológico y filosófico: si las personas somos seres sociales, entonces es natural que nos asociemos para perseguir distintos fines, al interior de los límites del Estado de Derecho. Es absurdo que el Estado mire con desconfianza esa fuente de vitalidad social; más bien, le cabe fomentarla y preservarla. Si acaso es cierto que tenemos un déficit de sociabilidad —crisis de espacios públicos y altísimos niveles de desconfianza interpersonal—, entonces resulta indispensable darles a las personas grandes espacios de libertad a la hora de asociarse y acometer desafíos en común. Esta es una de las paradojas del discurso dominante: que por un lado se lamente de nuestro creciente individualismo; y, por otro, nos prive de los medios más básicos para superar dicho mal.
En el caso de la educación superior, los números son elocuentes: las universidades que no pertenecen al fisco reciben a un 73% de la matrícula (SIES, 2022). Ninguna mejora a nuestra educación puede ignorar ese dato, sino que debe incorporarlo: la diversidad del sistema no es un mal a erradicar, sino una riqueza que proteger. En cualquier caso, la Universidad de los Andes reafirma su compromiso en orden a seguir brindando una educación de calidad a nuestros alumnos, que nunca han dejado de ser nuestro foco primordial.
José Antonio Guzmán Cruzat
Rector Universidad de los Andes