A sus dueños no les gusta presumir, pero JM Vidéo debe ser uno de los últimos grandes videoclubes del mundo. Ubicado en el corazón del distrito 11 de París, la tienda posee 50 mil títulos entre DVDs y Blu-rays, y contra lo que uno pudiera pensar, le va bastante bien. Ofrece películas inencontrables en las plataformas, un servicio de reparación a las antiguas máquinas de sus clientes y además es sede esporádica de Konbini Video-Club, un programa de YouTube donde distintas personalidades cinematográficas hablan de sus filmes favoritos. Hace un par de semanas pasó por ahí Brad Pitt —de visita en Francia por el tour promocional de la atroz “Tren Bala”—, pero también se han dado vueltas por sus pasillos David Cronenberg, Terry Gilliam, Darío Argento, Taika Waititi y otros próceres del audiovisual que todavía confían en que el soporte físico sobrevivirá ante la inmensa ola del streaming.
Y puede que no estén tan perdidos. El último semestre ha transmitido señales inquietantes en torno a estos servicios, su efectividad como formato y su viabilidad económica en el largo plazo. En mayo, Netflix encendió las alarmas cuando experimentó su primera baja de suscriptores desde 2011 —alrededor de un millón de cuentas—, la que contrarrestó limitando la capacidad de compartir cuentas (el que quiera hacerlo, que pague por ello), habilitando una versión de mayor resolución (por un mayor precio) y anunciando que su producción casera se desmarcará de la carrera del Oscar para concentrarse en superproducciones de mayor perfil comercial. Al parecer, reaccionó un poco tarde; el miércoles recién pasado los servicios de Disney (Disney Plus, Star, ESPN y Hulu) superaron por primera vez a la N roja en suscriptores a nivel mundial, 221 millones contra 220,7. La diferencia por ahora es ínfima, pero el golpe a la moral de Netflix, líder indiscutido durante casi una década, seguramente ha sido grande. Disney lo necesitaba, en todo caso, porque casi al mismo tiempo anunció algo que, de seguro, no les gustará a sus clientes: a partir de diciembre, sus contenidos incluirán comerciales. Así no más. Todo indica que más temprano que tarde el streaming poco a poco seguirá la ruta del cable; a menos que tengas la versión “premium”, vas a tener que tragarte avisos que no podrás adelantar con el control remoto.
¿Tenía que ser de ese modo? ¿No había otra solución?
De momento, a nadie se le ha ocurrido algo mejor; en parte, porque el streaming creció demasiado rápido y en parte, porque el gran apretón financiero a las compañías —que contrajeron deudas astronómicas para desarrollar y darles contenido a sus apps— se está produciendo con igual o mayor velocidad. El negocio topó techo y comenzó a achicarse en un plazo que no dio tiempo a los estudios de Hollywood para entender a fondo el modelo que ellos mismos estaban adoptando: en su apuro por imitar a Netflix, apostaron fuerte por producir toneladas de material para la tele (mucho del cual languidece al interior de sus aplicaciones sin que nadie le ponga play) y sacrificando de paso lo que por décadas fue el eje en torno al cual giraba toda la industria: la producción para las salas de cine. Para colmo de males, la pandemia hizo concluir a varios equipos gerenciales que la exhibición presencial estaba condenada al fracaso. Nadie volvería a repletar los cines. Grave error. A once semanas de su estreno, “Top Gun: Maverick” lleva recaudados 1.355 millones de dólares. No solo es la película más vista del año y la más exitosa en la carrera de Tom Cruise, sino que por ahora ocupa el lugar 13 entre las más vistas de todos los tiempos, y continúa sumando mientras otros se enfrentan a una suerte de precipicio: recién comprada por el grupo Discovery, Warner Bros. está aceptando lo inevitable; se vienen despidos masivos, una gigantesca reorganización y la transformación profunda de su buque insignia, HBOMax, que apenas alcanzó a navegar en la web durante año y medio. Todo indica que a mediados de 2023 cambiará de nombre, alojando de paso a las decenas de señales de Discovery, un holding especializado en seudo-documentales y programas de telerrealidad, que poco y nada entiende de películas.
Y ese es el punto: nadie en este negocio parece interesarse seriamente en las películas. Salvo por unos cuantos servicios de nicho, dispuestos a alojar lo que puedan y lo que alcancen de 125 años de cine, el resto parece condenado a correr detrás de lo que esté de moda esta temporada y la próxima. Netflix ha invertido una buena cantidad de dinero para adquirir varias compañías de videojuegos en línea, mientras deja que sus producciones audiovisuales se parezcan más y más a una maqueta fabricada en serie, sin importar su origen o el idioma en que estén realizadas.
“Las plataformas son un problema, porque tientan a los productores a ganar dinero creando productos formateados”, comentaba el año pasado el cineasta Nanni Moretti, mientras lo filmaban en los anaqueles de JM Vidéo. “Me dicen: tu película podría ser vista en 190 países. ¡Y qué me importan los 190 países! El cine no tiene que ser un objeto estándar, hecho para todo tipo de público. Tiene que aspirar a tener su propio estilo, su propia personalidad”. Amén.