La palabra humana jamás podría alcanzar la exactitud científica. Siempre es plurivalente, con significados según las circunstancias, evolucionando a lo largo del tiempo. Esto arriesga la ambigüedad y confusión. A pesar de ello, bienvenida esta tendencia resbaladiza del lenguaje humano. Permite la creación, el pensar, la poesía, y expresar lo casi inexpresable, escudriñar lo que está más allá de la vida. Además, sin ella no existiría el lenguaje del amor, que está ausente del mundo animal; en su misterio y contradicción, le confiere dignidad y misterio.
Sin embargo, esta libertad para ser enigmáticos abre las puertas de la creación cultural, precisamente porque los humanos, en una gran cantidad de relaciones mutuas, la traducen en un lenguaje lo más unívoco posible. De otro modo, las relaciones personales y sociales caerían en un caos de comunicación. Se puede jugar con la ambigüedad porque hay un fundamento de claridad, de seguridad, como en la existencia humana lo es el amor incondicional de una madre por su hijo. Lo mismo, pasando a otro plano, el derecho debe aproximarse lo que más pueda a lo claro y distinto, a lo unívoco. De otro modo caería en la arbitrariedad más absoluta, como aquella del “enemigo del pueblo” del comunismo soviético, tan admirado en su tiempo por émulos chilenos.
Por ello, existen ámbitos en donde las palabras deben ser claras para todos los que hayan cursado la educación básica y media. En este sentido, el documento matriz de un cuerpo político, o el derecho penal, deben expresar de la manera más precisa posible el significado concreto de sus normas. Lo mismo, en nivel de suma importancia, toda Carta Fundamental, una Constitución. Lo perfecto es imposible, pero debe traslucirse el esfuerzo por lograrlo.
Pues bien, nada de ello interesaba a la gran mayoría de los convencionales. Buscaron un festín, concretado en una serie de performances, dentro y fuera de Santiago, nada de baratas, sumándose esa mayoría que por accidente fue elegida, a una Constitución inspirada en los aires bolivarianos, maquillándola solo a último momento; y escondiéndose bajo tierra en el 2021 cuando hubo la reversión electoral en noviembre de ese año. Igual, ahora en la campaña están algo sumergidos.
Pues bien, el resultado de este proceso ha sido un documento lo más alejado posible de toda idea de un tronco de lenguaje que sea un ancla inamovible, por cierto, dentro de las inevitables interpretaciones no más allá del mínimo indispensable, del que ha gozado toda Constitución respetable (la norteamericana de 1787 y la Ley Fundamental alemana de 1949 son grandes ejemplos).
Existen las afirmaciones u omisiones rotundas, de la plurinacionalidad, de lo intercultural (en el mundo académico jamás habrá acuerdo sobre su significado), sobre relaciones prioritarias con América Latina (supina y peligrosa ignorancia), la casi escondida supresión del Senado o del Poder Judicial (en este, aunque sea solo el nombre, que ha acompañado a la República, de manera impredecible se pagará muy caro), la organización de diversos sistemas de justicia, representación desigual (después de haber rasgado vestiduras por más de un siglo por la falta de representatividad), etc. Y la vaguedad más absoluta, en catálogos de derechos indefinidos e interminables a entes que no se les puede preguntar, como las plantas, animales y al universo; y promesas de que por ley arribará el país de Jauja, embuste descarado.
En vez de liberarnos de las tinieblas, el proyecto actual, o nos sumirá en una camisa de fuerza o en la confusión más absoluta, interpretándose a gusto del consumidor político.