“Si quieres construir un barco, no empieces por buscar madera, cortar tablas o distribuir el trabajo. Evoca primero en los hombres y mujeres el anhelo por el mar libre y ancho”. ¡Qué razón tenía Antoine de Saint-Exupéry al escribir esta frase! Y es que si no nos conectamos con los sueños, difícilmente nos arriesgaremos a zarpar. Pero implícita en ella está su contracara: no podemos zarpar si no tenemos un barco. Y si ese es el caso, mejor sería no soñar, porque de lo contrario solo habrá frustración.
Esto nos habla de los niveles de abstracción en que pensamos los seres humanos. Hay quienes tienden hacia lo más abstracto, los ideales, y quienes lo hacen hacia lo más concreto, las tareas. La gradiente es amplia, sin duda, y el desafío radica en moverse en todos esos distintos niveles, según las circunstancias lo exijan. En esta línea, no sería aventurado pensar que una parte de los desencuentros que hoy vivimos en Chile proviene precisamente de la dificultad que tenemos para hacer esto.
Tras la idea de una nueva Constitución hay sueños, anhelos por un país más justo, inclusivo, respetuoso de la naturaleza, capaz de garantizar a todos sus habitantes una vivienda digna, una buena salud, una educación de calidad y una vejez tranquila. Pero esos sueños se topan con lo concreto, con la realidad. Es lo que le ha ocurrido al Gobierno, sin ir más lejos, que a contrapelo ha tenido que desplazar su agenda transformadora y abocarse a temas más básicos en la escala de Maslow, seguridad e inflación, que exigen más acción que retórica.
¿Cuál es esa realidad con la que se topan los variados y legítimos anhelos que encarna la propuesta de Constitución? Por cierto está la realidad económica, porque financiar esos sueños exige duplicar o triplicar nuestro actual potencial de crecimiento, o duplicar nuestra carga tributaria, o elevar nuestro endeudamiento hasta hacernos dependientes del pago de intereses. Pero también está la realidad social, con problemáticas complejas que demandan atención y priorización, como el narcotráfico, la delincuencia y el terrorismo, que no pueden ser resueltas por textos constitucionales o legales. Y por último, y quizás lo más importante, está la realidad política, caracterizada desde hace ya un buen tiempo por crecientes grados de fragmentación, cortoplacismo y demagogia, lo que hace más difícil aún cambiar la realidad económica y social.
¿Significa todo esto que no es posible soñar? Desde luego que sí es posible. Siempre debemos ponernos el desafío de ir más allá de la porfiada realidad, pero partiendo desde ella, no negándola; enfrentándola, no evadiéndola. Y aquí es donde la política se vuelve crítica, porque es la encargada de conducir la travesía hacia ese mar libre y ancho, sorteando las turbulentas aguas económicas y sociales. La realidad actual de nuestra política, sin embargo, parece no estar en consonancia con la magnitud del desafío; es como querer navegar sin tener el barco que nos lleve. Y la propuesta de Constitución que votaremos en cuatro semanas más no se hace cargo de cambiar esta realidad. De hecho, la empeora, porque las normas relativas al sistema político generan incentivos claros para la polarización y el populismo.
Está bien inspirar, pero hay que saber que la inspiración puede ser peligrosa, porque fácilmente hace olvidar la realidad. Al final, los seres humanos preferimos escuchar buenas noticias que malas, creer que todo va a salir bien antes que prevenir lo que puede salir mal. Por eso existen encantadores de serpientes, falsos profetas y cantos de sirena, y Latinoamérica ha sido especialmente pródiga en este sentido, lo que ha contribuido significativamente a mantenernos a raya del umbral del desarrollo. Muchas promesas y poco sentido de realidad.
¿Es posible aspirar al sueño que está implícito en el texto constitucional que se nos propone? Me parece que sí. ¿Es realista pensar que ese texto nos ayudará a alcanzarlo? Me parece que no. Y creería que mucha gente que piensa lo mismo se ha dejado llevar por el voluntarismo y las lealtades de grupo a la hora de fijar una posición frente a la disyuntiva que se nos plantea este 4 de septiembre. Otros, por el contrario, se han parado desde la realidad, y con valentía han enfrentado las presiones de las redes sociales, pagando los costos que implica ser más leales a lo que piensan que a los vínculos con sus grupos de pertenencia.
No importa que la Constitución propuesta no sea perfecta. Nada lo es. El problema es que, si somos realistas, no nos acerca al país que soñamos.
Juan Carlos Eichholz