Las corrientes favorables al Rechazo han recuperado en el debate societal lo que perdieron en la Convención, provocando un saludable remezón en las fuerzas del Apruebo.
Por Eugenio Tironi
Los plebiscitos son desgarradores. Binarios. Opciones excluyentes. Blanco o negro. Sin grises, matices ni texturas. Si se encaran mal, pueden fracturar una sociedad por un tiempo prolongado. Si se hace bien, en cambio, pueden abrir vías de encuentro y convergencia. Contra todo pronóstico, fue lo que sucedió en 1988, cuando se decidía la continuidad de Pinochet. Lo mismo parece estar ocurriendo ahora ante el plebiscito sobre el borrador constitucional.
La obligación de tomar partido induce a la ciudadanía a reflexionar, deliberar, ponderar. A buscar orientación en su historia más personal y en sus sueños más secretos. No para elegir lo óptimo —esto sucede pocas veces, generalmente fruto de un embobamiento—, sino para elegir lo menos malo, especialmente en sociedades que, pasada la epifanía, lo han pasado mal. Así es lo que hemos venido haciendo, gracias a un proceso constituyente que se ha realizado por etapas y con inéditos niveles de transparencia.
Las encuestas revelan dos fenómenos singulares. La mayoría de la población, incluyendo a quienes votan Rechazo, no quiere retomar la Constitución actual, prefiere una nueva. Al mismo tiempo la mayoría, incluidos los favorables al Apruebo, no está enteramente conforme con el texto elaborado por la Convención: prefiere modificarlo incorporando los puntos de vista de sus críticos. La ciudadanía quiere un híbrido que integre aspectos de ambas opciones; quiere manipular los ingredientes y confeccionar su propio plato, no que le entreguen un plato ya preparado. Es el fracaso de los extremos, que han buscado amedrentar e inhibir el diálogo presentando el 4 de septiembre como el fin de la historia. La gente quiere seguir, de alguna manera, con un proceso constituyente inclusivo e integrador.
Esa amplia convergencia reformista desmiente que Chile esté sumido en la polarización. Está cansado, que es diferente; pero aún así está por seguir y no tirar la toalla.
El gran quiebre no está en la noción de lo que es una Constitución. Ya nadie sostiene que sea un libro sagrado e inmutable. Hay coincidencia en que es una guía abierta a reformas en base a la experiencia y el aporte de los nuevos conocimientos y consensos.
La fisura principal tampoco parece estar en los contenidos, donde afloran nuevas convergencias. Esto prueba lo beneficioso que ha sido el debate luego de la entrega del proyecto de Constitución. Él ha permitido que quienes se sintieron derrotados en la Convención puedan hacer oír su voz, su influencia y su poder en la sociedad, ganando hegemonía para sus ideas y creando un nuevo equilibrio de fuerzas de cara al 4 de septiembre. Dicho de otro modo, las corrientes favorables al Rechazo han recuperado en el debate societal lo que perdieron en la Convención, provocando un saludable remezón en las fuerzas del Apruebo. Hay una contaminación recíproca.
El quiebre de hoy está en el camino a seguir. Los del Apruebo estiman mejor emprender reformas y correcciones a partir del chasís que ha propuesto la Convención. Los del Rechazo, en cambio, estiman que él es tan defectuoso que es preferible usar el chasís de la Constitución actual, o partir derechamente de cero.
Los chasís no son baladíes: son la estructura que sostiene tanto al motor como a la carrocería. Por lo mismo no se trata de un quiebre cualquiera. Hay paradigmas opuestos, actores, escenarios y rutas diferentes, así como diversos grados de incertidumbre. Pero aquí es donde se juega el partido: en cuál de las dos corrientes, la del Apruebo o la del Rechazo, es capaz de interpretar y canalizar mejor la convergencia reformista que hoy moviliza a la ciudadanía.