Leges regibus bonis non sunt molestæ: “las leyes no molestan a los buenos reyes”. Así rezaba uno de los primeros ejercicios de un viejo libro que, además de latín, quería también enseñar algo de filosofía política. Porque, claro, es de suponer que el buen rey se atiene espontáneamente a reglas como las que cabe esperar establezcan las leyes. Reglas como, por ejemplo, la generalidad, la universalidad y la imparcialidad.
Lo que sería una fortuna en una monarquía debería ser, en cambio, normal en una democracia, en que sus gobernantes y autoridades saben que no pueden gobernar según lo que les dicte simplemente su interés o capricho, sino según reglas generales, universales e imparciales. En este sentido, en una democracia un gobernante sabe —o debería saber— que, por muy molestas o inconvenientes que puedan parecerle las leyes en un determinado momento, debe resistir la tentación de procurarse una ventaja transgrediéndolas, ya sea desobedeciéndolas o interpretándolas de modo torticero. Dado que tales reglas cautelan tanto la democracia como el bien común, su inobservancia daña ambas cosas.
Todo eso “debería” ser el caso. Sin embargo, el intervencionismo desvergonzado, así como su conducta errática, ofrecen pruebas de la pobre comprensión y/o del escaso apego que el Gobierno tiene a las reglas o, peor, de su disposición a instrumentalizarlas. El hecho de que el Presidente y sus ministros confundan repetidamente sus opciones como gobierno con sus deberes para con el Estado es también parte de lo mismo. En efecto, hemos visto cómo importantes autoridades se excusan de perseguir a aquellos que declaran la guerra al Estado, apelando a las opciones que tienen como “mero” gobierno; hemos visto también cómo, a la inversa, y con el objeto de hacer campaña, invocan los intereses del Estado para impulsar sus simples intereses partidarios. Como todo se puede disfrazar, al menos por un tiempo, en el último caso se intentan justificar señalando la necesidad de resguardar la imparcialidad del plebiscito por medio del combate de bulos y “fake news”. Sin embargo, es cada vez más claro que tachan de “mentiras” interpretaciones alternativas posibles de un proyecto constitucional plagado de ambigüedades y perfectamente mal escrito.
Dado que el Gobierno no parece muy convencido de que las reglas de un Estado democrático de derecho constituyen formas no reemplazables ni superables del respeto por la dignidad humana, resulta particularmente importante que la ciudadanía sí lo esté. Y es importante que castigue con su voz y voto lo que, en el mejor de los casos, puede calificarse de vacilación o improvisación por parte del Gobierno. Es importante, en fin, que ese castigo sea el antídoto contra los políticos incapaces de ponerse a la altura de su propia autoridad democrática, pues solo así puede la democracia defenderse a sí misma.