Cualquier historiador sabe que para comprender la realidad es del todo insuficiente estudiar las disposiciones constitucionales o legales que rigen a un país. Por el contrario, es indispensable analizar además los contextos, las prácticas, las ideas, la cultura y las mentalidades imperantes en un determinado momento, como asimismo una serie de otros factores, políticos, económicos y sociales, que influyen en la forma en que las disposiciones legales se gestan y son llevadas a la realidad. Un enfoque que se limite a estudiar en el papel un texto constitucional nos llevaría, por ejemplo, a pensar que la Unión Soviética era un modelo en términos de garantías y derechos para sus ciudadanos.
En este sentido, votar informado en el próximo plebiscito del 4 de septiembre exige no una mera lectura del texto (por lo demás incomprensible para la mayoría), sino un análisis más amplio del contexto, de sus autores, de sus declaradas intenciones y de aquello que explícitamente rehusaron incluir. Así solamente podremos acercarnos a una interpretación razonable de las múltiples contradicciones que este borrador presenta y de sus distintas interpretaciones.
Tomemos, a modo de ilustración, el caso del derecho de propiedad. Es efectivo que el texto contiene una declaración formal que garantiza la propiedad privada. Sin embargo, tan importante como ello es que la Convención, fiel a su ideología, se negó a incluir la norma vigente que establece que la expropiación debe ser compensada por el daño patrimonial efectivamente causado y lo reemplazó por el concepto, mucho más vago, de “precio justo”, el cual no es equivalente a lo que costaría reponer la propiedad expropiada. Es más, el derecho de propiedad que garantiza el texto en discusión ha hecho caso omiso de los existentes derechos de propiedad sobre las concesiones mineras y sobre las aguas, las cuales dejarán de existir en forma inmediata en caso de aprobarse el borrador. Las mismas dudas se suscitan respecto a las tierras legalmente pertenecientes a actuales dueños, pero que deberán ser restituidas a la población indígena que las reclame.
Algo similar ocurre con la libertad de enseñanza, formalmente declarada en el papel, pero que, en la práctica, elimina explícitamente el derecho preferente de los padres y debilita las opciones alternativas al monopolio estatal de la educación.
Por ello, el contexto de la actual discusión constitucional debe ser considerado, pues es lo que explica la interpretación escéptica o negativa de la mayoría. En primer lugar, es necesario tener presente que la demanda por una nueva Constitución nació de la izquierda radical y no de un clamor popular. En la encuesta CEP de mayo de 2019 la reforma constitucional era la antepenúltima prioridad para los encuestados, con apenas un 3% de apoyo; y en diciembre de ese mismo año el índice subió solo a 7%. ¿Cómo explicar la contradicción entre el prolongado bajo interés por un nuevo diseño constitucional y el súbito apoyo masivo en el plebiscito de entrada? Es indudable que un factor determinante fue la extrema violencia desatada en octubre, que llevó a una gran mayoría a respaldar con alivio el acuerdo político (no suscrito por el PC y sectores del Frente Amplio) para una salida institucional a la crisis, como la única manera de detener la espiral de destrucción de la democracia en que estábamos envueltos.
Otro elemento que indudablemente influye en las distintas interpretaciones es la actitud mayoritaria de los convencionales: su propósito declarado de refundar el país, al margen de nuestra tradición constitucional; su sectarismo e intolerancia y su voluntad férrea de imponer un modelo esencialmente divisivo, incluido un tipo de democracia muy distante de la democracia liberal representativa, con sus equilibrios de poder e igualdad ante la ley.