El clima político, en extremo polarizado en las élites, y la intolerancia se erigen como peligrosas barreras para el necesario intercambio de opiniones y deliberación que los ciudadanos exigimos a los representantes efectuar para arribar a buenas soluciones. Las democracias suponen, además de amistad cívica y apego al Estado de Derecho, un principio moral de igualdad política de los ciudadanos, manifestada en el voto y luego en la idea de que los representantes electos participarán en la discusión legítimamente al amparo de ese principio. Evidentemente, los bloques que obtengan más apoyo en las elecciones tendrán mayor peso en la toma de decisiones, pero ello no quiere decir que la posición de los demás grupos quede invalidada. El debate democrático debe ser inclusivo para arribar a los más amplios consensos posibles para que las decisiones de los representantes, sobre todo en cuestiones trascendentes o que requieran de estabilidad institucional, convoquen al espectro mayor de representados. Como decía Kelsen, los grupos (mayorías y minorías) pueden diferir más o menos en su fuerza numérica, pero no difieren en igual medida en su importancia política y potencia social. Eso es justamente lo que la Convención no entendió.
En la discusión política, tras los procesos de evaluación y retroalimentación de opiniones, evidencia y juicios públicos, prevalecerán algunos planteamientos, otros se combinarán y otros se descartarán. Pero el resultado al que se arriba es consecuencia de un proceso político y no porque de entrada se le suponga a un grupo una inhabilidad moral para opinar razonadamente. En el debate constitucional es cada vez más frecuente advertir cómo las guaripolas de lo políticamente correcto derechamente impiden el intercambio de visiones, basados no en la mayor coherencia y mejor fundamento de su opinión, sino en que el adversario no tendría estatura moral para sostener una postura diferente. Olvidan (o desprecian) la importancia política y potencia social de esos grupos, que la ciudadanía es heterogénea y que tiene el derecho a participar en condiciones de igualdad en el debate político a través de sus representantes.
Esta conducta, excluyente, se potencia cuando comienza a primar la desesperación de quienes ya han internalizado que la defensa de la propuesta constitucional es cuesta arriba. Y es que ni quienes aprueban están conformes. Más bien, se muestran muy llanos a reformarla en cuestiones tan esenciales como la justicia, el sistema político y las bases para el progreso —pues si eso no funciona bien, no será posible el Estado social de derechos que se propone y que simplemente se sueña—, aunque saben lo difícil que será emprender esa tarea. Estratégicamente, como la propuesta no se defiende, trasladan la discusión a lo que sucederá tras el plebiscito e imponen soluciones, sin debate y deliberación, porque “serían las correctas”.
El Presidente, en el marco de la nueva estrategia, señaló (¿amenazó?) que si ganaba el Rechazo vendría necesariamente una Convención y una discusión desde cero, apostando al hastío de la población con una institución evidentemente devaluada. Sin embargo, y al mismo tiempo que debiéramos aprobar para “evitar una nueva Convención”, si gana el Rechazo quien ose plantear que tal vez una Convención no sea el mejor camino es quemado en la hoguera. ¡Es de locos! Lo que venga tras el posible triunfo del Rechazo, además de gran esperanza, lo deliberarán los poderes constituidos con pleno derecho (¡y deber!) de discernir sobre el mejor camino, lo que por cierto no excluye al Congreso, recientemente electo, por lo demás. Tampoco es excluyente de la ciudadanía. Y es que las instituciones de la política representativa, aunque presenten problemas, no deben ser descartadas ni considerarse opuestas al fortalecimiento de la democracia, como peligrosamente ocurre con la propuesta de la disuelta Convención, que elimina el Senado, debilita los controles y pone en riesgo la alternancia en el poder.
En ese discernimiento político, lo esperable es que se evalúe la experiencia anterior y se proponga un camino que no nos haga tropezar con la misma piedra. ¿O es refractario cuestionar decisiones que arrojaron malos resultados? ¿No hay acaso un deber moral de buscar mejores fórmulas bajo mínimos comunes, para arribar a una mejor propuesta, sobre todo entendiendo que la ciudadanía lo está pasando mal debido a la inflación y la preocupante inseguridad pública —siendo esas sus prioridades— en tanto el Gobierno “informa” sobre la nueva Constitución? ¿No es ese acaso el rol articulador y deliberante de la política lo que queremos reivindicar, o seguiremos en el loop de la escasez de pensamiento crítico y la descalificación a que nos acostumbró el octubrismo?