Hoy san Lucas nos trae a la memoria uno de los tesoros que nos dejó el Señor aquí en la tierra: la oración del Padre Nuestro, que rezamos cada vez que se celebra la Eucaristía: “Fieles a la recomendación del Salvador y siguiendo su divina enseñanza, nos atrevemos a decir” (Rito de Comunión).
¿Por qué dice la liturgia “nos atrevemos a decir”? Simple, porque ningún judío intentaría decirle a Jehová Padre. “No está atestiguada… la denominación de Dios como Padre ni en la época precristiana ni a lo largo del primer siglo de la era cristiana” (Tabet, M. A., La Oración de Jesús: Abbá, Padre, dadun.unav.).
Para un judío piadoso, el vocativo “Padre” era verdaderamente un atrevimiento, una excesiva familiaridad con Dios, que rayaba en la blasfemia. Quienes alentaban la muerte de Jesús, precisamente lo acusaban de esto: “no solo quebrantaba el sábado, sino que también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios” (Juan 5, 18).
Jesús lo invoca como Padre “sin necesidad de introducir matices para salvaguardar la trascendencia divina” (ibid.). Nuestra adopción filial nos capacita para seguir este divino ejemplo y para tratar al Padre con naturalidad.
Jesús —salvo en la Cruz— siempre acude a Él como “Padre”. Llama la atención en el evangelio la inmediatez con que el Hijo se pone en relación con Dios-Padre. La originalidad de Jesús es percibirlo como una persona próxima y directamente accesible… ¿Nosotros cómo lo imitamos?
¡Qué importante es la labor que hace un papá con sus hijos! Su acción paterna crea una imagen que actúa como matriz para que los que va formando comprendan la paternidad de Dios: “Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden? (Lucas 11, 13).
Pero ¿cómo se explica que este padre tan bueno haga una zancadilla a nuestros primeros padres y después los castigue? Nadie duda de su amor cuando en el Génesis hace de esas dos criaturas hijos suyos: a su imagen y semejanza. Y además les da toda la creación para que la trabajen y participen con Él en su finalización.
Pero ¿para qué los pone a prueba?... Ellos deben reconocer que han sido creados, que tienen límites; de lo contrario se pueden confundir y creerse dioses: “convenía al hombre que se le prohibiera alguna cosa, para que, colocado bajo el Señor Dios, pudiera de este modo, con la virtud de la obediencia, merecer la posesión de su Señor” (San Agustín, De Genn. ad litt. 8,6,12).
Los márgenes son parte del amor paterno, porque hay que preparar a los hijos a vivir en sociedad. Es ahí, en la relación con los demás, donde aparece, crece y madura la generosidad, el olvido de sí mismo y el amor que nos hace felices. Una persona sin límites es una bomba de infelicidad autorreferente, que actúa despóticamente como un sultán, sus caprichos carecen de argumentos y para imponerlos acude a la violencia. Somos libres, pero existen los demás y —junto con Dios— ellos son nuestros límites naturales.
La expulsión del Paraíso de nuestros primeros padres ¿fue real o solo una amenaza? Este Padre tan bueno ¿realmente castigó? “El Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos. Soporten la prueba para vuestra corrección, porque Dios os trata como a hijos, pues ¿qué padre no corrige a sus hijos? Si os eximen de la corrección, que es patrimonio de todos, es que sois bastardos y no hijos” (Hebreos 12, 6-8).
Las Escrituras nos revelan este rostro completo de Dios. Un Padre que crea y ama libremente al hombre, dándole la creación para que la trabaje y un límite que no obedeció. Así, pierde los dones preternaturales y la herencia del paraíso, pero este Padre “no se dio por vencido; es más, el «no» del hombre fue como el empujón decisivo que le indujo a manifestar su amor en toda su fuerza redentora” (Benedicto XVI, 21-11-2007), entregando el don del propio Hijo para la salvación de la humanidad.