Un sobrino nieto del pintor alemán Juan Mauricio Rugendas las encontró en un desván recién hacia 1960. Son un grueso mazo de cerca de 250 cartas, la primera de 1835 y la última de 1851. Rugendas murió en Alemania en 1858 y la frágil Carmen Arriagada, una ancianita de cabellos blancos a quien rara vez se la veía salir de casa, en 1900, a los 93 años, en Talca. Nadie habría podido adivinar entonces la historia de amor apasionado que ella había protagonizado 50 años antes, la cual no pudo sino marcarla durante el resto de sus días.
Las cartas abren una ventana única hacia la intimidad de una mujer de la primera mitad del siglo XIX. Fueron escritas clandestinamente para ser leídas solo por su destinatario —Carmen era entonces una mujer casada—, de modo que, aunque ya casi 200 años después, su lectura vuelve a estremecer por la intromisión en un desgarrado mundo interior. Ella misma señala que no puede simular y, en consecuencia, el lector entrometido se enfrenta a un retrato sincero escrito ocultamente bajo la forma de epistolario.
Además de documento histórico, muestra con mucha franqueza y detalle la subjetividad de una mujer extraordinaria que, con ocasión del amor intenso e imposible que siente por el pintor alemán, aprovecha para dar rienda suelta a su deseo incansable por escribir, incluso cuando, hacia el final, su amado destinatario sea casi un fantasma silencioso. Es clara y enfática para expresar sus sentimientos hacia otros; una mujer con humor, con momentos fugaces de euforia, picardía y confianza, pero primando siempre un estado de ánimo melancólico, quejumbroso y tristón. Permanentemente desajustada con su circunstancia, su matrimonio, Talca, la cultura machista y la pobreza intelectual de su entorno local, los estrechos valores y costumbres de su época —se queja de soledad, aburrimiento, de falta total de alegría, del sufrimiento por la ausencia de un sentido para vivir—. El síntoma físico de esa intolerable incomodidad es el constante padecer de su propio cuerpo —el otro epistolario—, como si su vida fuese una incurable enfermedad. Escribir cartas es la única escapatoria de esa prisión y, a la vez, un espejo de la vastedad y libertad de su mundo interior. Impresiona no solo su refinada cultura literaria, sino, sobre todo, su inteligencia, la finura y coraje de pensamiento y la sobresaliente calidad de su escritura.
Carmen Arriagada fue una ciudadana informada y comprometida con los afanes políticos de su tiempo (era una pipiola) y añoró siempre para ella y las mujeres una posición estrictamente igualitaria en la discusión y decisión de los asuntos públicos, porque pensaba que era allí donde se desplegaba de modo más alto el espíritu de cualquier persona. Por Carmen.