Se venden copias de la propuesta constitucional en las calles, los noticieros muestran gente leyéndola en el metro, el Gobierno reparte 900 mil ejemplares, y políticos, analistas y periodistas exhortan a la ciudadanía a leer la Constitución. La aspiración pareciera ser que, cual luteranos, cada cual se enfrente al texto sin mediación y en lengua vernácula, y decida su voto, casi, como en un acto de introspección.
Quién no quisiera que todos lean y voten informados. Pero es un error creer que entre la ciudadanía y el borrador constitucional no se necesitan intermediarios. La primera razón es obvia: leer una Constitución es difícil. No es solo que sea difícil saber, por ejemplo, si hay suficientes pesos y contrapesos, o cuánto se entrega a las mayorías en el juego democrático; es que las mismas preguntas no son obvias para el ciudadano de a pie.
Aun dando con las preguntas, las respuestas que el texto puede ofrecer son limitadas. En muchos aspectos, las interpretaciones son varias y el alcance preciso de la nueva Constitución dependerá de cómo la interpreten los tribunales y de cómo complete el legislador todo aquello que el texto lo mandata a completar.
En la novela de Carrère, cuando el soviético Limónov llegó en los setenta a Nueva York, se sorprendió con que los mapas ahí efectivamente mostraban lo que había en la ciudad; en la U.R.S.S., en cambio, estaban plagados de hitos que habrían de ser construidos según los planes quinquenales, pero que no existían. Saber hoy, mapa en mano, qué se llegará a construir y cómo es un desafío más.
Tampoco es claro que la ciudadanía esté ávida por inmiscuirse en un debate así de complejo. La encuesta CEP de mayo, presencial y con una muestra nacional representativa, reveló que solo el 28% de la población estaba bastante o muy interesada en la discusión constitucional (los paneles online suelen sobrerrepresentar el interés en la política). El 39% consideró difícil entender los asuntos que la Convención entonces debatía. La tesis, hoy dominante, de que más bien elegiremos el punto de partida para escribir otra nueva Constitución dificulta aún más asir el significado de las opciones en juego.
Pero hay otra razón por la cual la aspiración de una relación desintermediada entre la ciudadanía y la propuesta constitucional es equivocada y es, quizás, más profunda. La política no debería tratarse de individuos que aisladamente eligen entre alternativas en el aire. Ni las preferencias políticas individuales están dadas, ni la oferta política cae del cielo; ambas se construyen, con deliberación y de forma colectiva. Para que la democracia funcione, detrás de las alternativas debe haber grupos con idearios claros, liderados por políticos profesionales que puedan buscar acuerdos y competir con quienes ejercen el poder —y a quienes se pueda castigar con el voto futuro si las cosas no andan.
Estos grupos se llaman partidos políticos y su debilidad ha jugado un rol dramático en la crisis que nos aqueja. Las reglas para conformar la Convención buscaron evadirlos recurriendo al fetiche de la política desintermediada. En un resultado esperable, pero nefasto, la propuesta constitucional nada hace para fortalecer a los partidos. Y ahora se nos llama, por nuestra cuenta, a leer la Constitución.