El desarrollo de Chile ha seguido hasta ahora una tradición centralista, que las propuestas asociadas a la nueva Constitución quieren modificar. Este es un cambio que responde tanto a la aspiración de fortalecer la democracia, como a la de generar nuevos impulsos para el desarrollo del país. Sin embargo, este camino plantea desafíos complejos para la organización del Estado, el diseño de las políticas públicas, las estrategias de las empresas y la participación de la sociedad civil.
Una gestión descentralizada permite sintonizar los activos de las comunidades locales con sus respectivos proyectos de desarrollo, lo que es indispensable para abordar las expectativas de cambio de la sociedad actual. Claramente, la recuperación del crecimiento en Chile no vendrá de una fórmula única, que se aplique “desde arriba”, como se pensaba en las décadas pasadas, sino de transformaciones que emergen desde las realidades locales. Además, la dinámica propia de los mercados genera una tendencia hacia una divergencia geográfica del progreso. Por ejemplo, la OCDE estima que la brecha entre el ingreso de las regiones más y menos productivas dentro de los países avanzados aumentó en un 60% en las últimas dos décadas. Por estas razones, un desarrollo económico sostenido e inclusivo necesita apoyarse en las estrategias locales.
La idea de lograr un desarrollo territorialmente más equilibrado surgió en Chile hacia mediados del siglo XX, impulsada principalmente por la Corfo y sus diversas intervenciones que tenían un claro impacto en las realidades locales. Un convenio amplio entre esta entidad y la Universidad de Chile fue dotando de contenido y de capacidades profesionales a este esfuerzo descentralizador. La prioridad política de esta agenda aumentó en la década de 1960, especialmente cuando fue una de las materias encargadas a la recientemente creada Oficina de Planificación Nacional (Odeplan).
Durante la dictadura, este impulso descentralizador perdió fuerza. Si bien se llevó a cabo una importante reforma administrativa, predominó la idea de que era mejor una estrategia de desarrollo que enfatizara la movilidad de los recursos siguiendo las oportunidades de los mercados, lo que deja de lado las realidades locales. En paralelo, en cambio, se ejerció un control estrecho de los actores regionales, razón detrás del traslado de la función de coordinación regional al Ministerio del Interior en 1984,con la creación de la Subdere, dependencia con una importante presencia de personal de las FF.AA.
A partir de los 90, el impulso del desarrollo descentralizado tuvo un lento avance. Si bien desde entonces se han llevado a cabo muchas reformas para acrecentar la toma de decisiones en el nivel regional, como la elección ciudadana de los gobernadores, la elaboración de estrategias de desarrollo, el aumento de los recursos públicos para iniciativas locales y la creación de organismos públicos y privados para acompañar este proceso, el desarrollo regional y de los territorios no ha adquirido un carácter estratégico.
Esto se debe en gran parte a que las capacidades que había creado el Estado para acompañar y apoyar el proceso de descentralización se fueron debilitando, especialmente por los cambios que experimentó Odeplan en 1990, cuando pasó a formar el Ministerio de Planificación, y en 2012, cuando se convirtió en el actual Ministerio de Desarrollo Social. Estos cambios lo orientaron hacia las políticas sociales y le quitaron las capacidades de apoyar el desarrollo regional que tenía en su origen.
Por otra parte, la debilidad del tejido social en las regiones y en los territorios frena la emergencia de capacidades para apoyar su desarrollo. Una descentralización exitosa necesita apoyarse en las identidades locales que redescubran las raíces del patrimonio cultural de cada lugar. Para ello es indispensable que las organizaciones de la sociedad civil, las empresas de cualquier tamaño, las universidades y los demás actores relevantes reconozcan un sentido de pertenencia con su entorno, lo que se ha ido perdiendo por la cultura centralista.
Es decir, el tránsito desde un modelo de desarrollo centralista a otro más descentralizado va más allá de las reformas que ocurren en el ámbito político-administrativo, e incluso en el contenido del texto constitucional propuesto. Por esta razón, para responder a la demanda de un desarrollo descentralizado y para asegurar el uso eficiente de los recursos que la reforma tributaria destinará a este fin, se debe corregir el déficit de capacidades del Estado.
Primero, a nivel del Gobierno central se debe crear en el Ministerio de Economía la capacidad de conducción política del desarrollo descentralizado, en estrecha coordinación con los gobiernos regionales. Esta función incluye la coordinación de los ministerios y demás organismos públicos para entregar respuestas eficaces a las iniciativas económicas de dichos gobiernos. Esta instancia debe canalizar los recursos —existentes y nuevos— para el financiamiento de las estrategias integrales de desarrollo local.
Segundo, crear en la Corfo una unidad técnica que acompañe los procesos de desarrollo descentralizado, incluyendo un espacio para el aprendizaje de las estrategias; un sistema estadístico de información de los territorios; y la formación de capacidades profesionales para acompañarlo. Esta instancia debe establecer un trabajo colaborativo con las unidades de planificación y desarrollo de los gobiernos regionales.
Tercero, apoyar la creación de capacidades para diseñar e implementar estrategias efectivas de desarrollo económico desde los territorios, incluyendo la articulación de los actores de los ecosistemas locales. El énfasis de este esfuerzo debe estar en articular a las comunidades y evitar replicar una gobernanza de comando y control en el nivel regional.
En síntesis, para avanzar hacia un desarrollo descentralizado hay que ir más allá del debate constitucional. Es necesario aprender de las experiencias que nos han conducido por un camino de descentralización insustancial y crear las capacidades políticas y técnicas para dar efectividad a este nuevo proceso.