Max Weber, el gran sociólogo alemán, sostenía que hay tres tipos de poder legítimos. El primero actúa siguiendo la herencia, el uso, la costumbre: le llama autoridad tradicional. El segundo se comporta según un procedimiento, un código, una regla: le denomina autoridad racional-legal. El tercero, el más robusto, es aquel que emana del encanto y la gracia de un líder extraordinario; un profeta, un héroe: lo bautizó autoridad carismática.
¿Cuál es el tipo de autoridad del Presidente Boric? Ciertamente no la tradicional. Por edad, trayectoria, estilo de vida, lenguaje, gestualidad, está lejos del patrón clásico de un Presidente de la República. Tampoco es la racional-legal o burocrática. Su poder ciertamente no es ajeno al cargo que ocupa y las potestades que ejerce, pero no radica aquí la fuente básica de su autoridad. Esta radica en su carisma. Lo prueba el desequilibrio entre su peso específico y el del Gobierno.
La autoridad carismática tiende a legitimarse en oposición a la tradicional y la burocrática. Se asocia a ciertas cualidades excepcionales del guía o líder. Brota de una relación asimétrica entre este y sus seguidores, quienes le reconocen una convicción vigorosa, así como la promesa y realización de un orden o mundo nuevo. La misma prospera en momentos revolucionarios o de cambio, pero es difícil de institucionalizar una vez que estos se extinguen.
La autoridad carismática es capaz de crear una “comunidad emocional” (Weber), con su propia organización y jerarquía, a partir de una multitud de identidades e intereses, a menudo en conflicto. Esta comunidad, decía Gabriel Tarde, nace de una “comparecencia casi amorosa hacia el jefe”. La influencia de este último no reposa en la razón o la fuerza, sino en la seducción y la sugestión, agregó Freud. La autoridad carismática sabe que gobernar es el arte de dominar la imaginación de las masas, fin para el cual no se ha inventado nada mejor que la persuasión por la palabra. Bastan pocas ideas decisivas y repetidas, destinadas a mostrar más que a demostrar, a despertar pasión más que a instruir, a sugestionar más que a concientizar.
Las experiencias totalitarias y populistas tuvieron a maltraer el prestigio del poder carismático. El filósofo argentino Ernesto Laclau, de gran influencia en la nueva izquierda, le devolvió su aura. La fragmentación de la sociedad contemporánea, señaló, genera demandas heterogéneas y divergentes que solo pueden converger en una voluntad colectiva (en la “comunidad emocional” de Weber) si hay un líder en quien tome cuerpo su unidad. Así, es el líder quien crea al pueblo, a ese sujeto político dotado de vocación hegemónica.
La actual administración está experimentando en carne propia las dificultades de dotar de gobierno al Chile actual. Las exigencias sociales son múltiples y contrapuestas. La inflación y la recesión son dos tenazas que asfixian a los hogares y a las empresas. Las instituciones están en entredicho por su impotencia para garantizar el orden público y los derechos sociales. Los partidos no son un vínculo eficaz entre política y sociedad y carecen de unidad ideológica y programática. Los parlamentarios no responden a proyectos colectivos. El Gobierno debe construir mayorías ad-hoc para aprobar sus iniciativas, o detener las de sus parlamentarios “afines”. Se suma que el país entra a un período, que será largo, de transición constitucional, el cual exigirá amplios acuerdos.
Una autoridad tradicional o meramente legal no basta para lidiar con tendencias centrífugas de tal calado. Se requiere, como nunca, de una autoridad carismática. Así pareció asumirlo el Presidente Boric cuando propuso que, si gana el Rechazo en septiembre, la soberanía vuelva a manos del pueblo y se inicie un nuevo proceso constituyente.